Un proceso electoral en el que los líderes de los partidos y aspirantes a los cargos de elección popular ven a su contrincante no como adversario, sino como un enemigo irreconciliable a quien no solo hay que derrotar, sino aniquilar, muestra un estado de democracia precaria.
Éste es precisamente el caso de México. Creíamos que con la derrota electoral del PRI en el 2000, que llevó a Vicente Fox a Los Pinos ya habíamos vivido la transición democrática, pero no fue así, porque para entonces, con el triunfo electoral de Salinas de Gortari en 1988 ya no había PRI ni PAN, sino PRIAN.
En el 2000, la mayoría favoreció a Fox, porque lo que se quería era sacar al PRI de Los Pinos. Pero para entonces, debido a que en 1988 los priistas coincidieron con los panistas en aniquilar el Estado social de derecho para, constitucionalmente, instalar un Estado neoliberal, idea con la que se inauguró el PAN en 1939, el triunfo de Fox fue percibido por los priistas no como una derrota, sino como un necesario relevo del agotado PRI, con lo que, de paso, el recién nacido PRIAN pudo inhibir el triunfo de las izquierdas encabezadas por Cuauhtémoc Cárdenas.
No pudo haber transición democrática en el 2000, porque para que ésta se produzca se necesita que haya demócratas e instituciones sólidas. Y lo que hemos tenido son instituciones formales de democracia especializadas en la simulación, que solo cuando por la fuerza de los sufragantes es imposible alterar, se reconocen los triunfos.
Aclaro, los triunfos a los que me refiero es cuando el PAN y el PRI eran acérrimos enemigos; en ese entonces primero se reconocieron triunfos en alcaldías, después de gobernadores.
Vistas así las cosas, en elecciones presidenciales el único caso que se ha reconocido, porque no era posible alterar los resultados, como aconteció en las elecciones de 1988 y en el 2006, fue el del apodado “El peligro para México”.
La precariedad de nuestra democracia es preocupante porque las izquierdas y las derechas no quieren aprender a dialogar para lograr acuerdos; ambas buscan no la verdad que surge de un diálogo racional, sino la mayoría parlamentaria para imponer su verdad.
