Malala Yousafzai —ícono global del activismo y la educación— confesó en una entrevista con The Guardian que, durante sus años de estudios en Oxford, atravesó ansiedad, recuerdos traumáticos del atentado que sufrió, y una tensión permanente entre ser símbolo y ser simplemente una mujer joven, con dudas, con deseo de amar, con ganas de equivocarse.
Sus palabras no solo humanizan a una figura admirada en el mundo; nos permiten preguntarnos: ¿qué exigimos de quienes representan causas?
¿Cuánto les quitamos cuando les pedimos que sean invulnerables?
Vivimos en una cultura que idolatra a los “ejemplos” pero no tolera su lado humano.
Elevamos a personas como Malala, Greta Thunberg, y otras figuras públicas, madres, docentes, líderes sociales… y luego nos desilusionamos si no encarnan la virtud 24/7.
Les pedimos fuerza, pero no les dejamos espacio para llorar. Les pedimos claridad, pero no les perdonamos sus grises.
Michel de Montaigne, por ejemplo, se detenía en eso, en cómo el arrepentimiento no nace del error, sino de la mirada que volvemos sobre él.
Tal vez la sabiduría no se mide por cuan pocos fallos cometemos, sino por cuán profundamente los comprendemos.
Reconocer las propias fragilidades no debilita una causa, la hace más verdadera.
Además, la exigencia académica se confunde con la crueldad institucional: la competencia perpetua, la comparación, la falta de tiempo para el cuidado, la precarización emocional del estudiante.
Las universidades —espacios que deberían formar pensamiento libre y maduro— se han convertido, muchas veces, en laboratorios de ansiedad.
En ese entorno, el sufrimiento no es un accidente: es un síntoma del sistema. Una violencia legitimada por el ideal de la excelencia.
Quizás lo más revolucionario que alguien como Malala puede hacer —además de todo lo que ya ha hecho— es decir: “yo también tengo miedo”.
Y hacerlo sin que eso reste a su lucha. Al contrario, suma algo que los discursos heroicos no logran por sí solos… humanidad.
En lugar de poner a nuestros referentes en un pedestal, podríamos empezar a escucharlos desde la horizontalidad.
Donde la vida duele, donde se duda, donde se ama.
Ahí es donde nace la ética más profunda, no la del ejemplo perfecto, sino la de la vida real.
@davidperezglobal