Cometemos un error frecuente: pensar que las sacudidas políticas y sociales de hoy son hechos excepcionales dentro de una vida nacional que suponemos más estable de lo que realmente es.
El sábado 15 de noviembre, en México, irrumpió en las calles una manifestación convocada íntegramente a través de redes sociales bajo el lema “Somos Generación Z México”. Miles de personas —jóvenes, adultos y adultos mayores— se movilizaron en distintas ciudades del país e incluso en el extranjero, adoptando al anime One Piece como símbolo y al llamado Movimiento del Sombrero, impulsado por Carlos Manzo, como brújula narrativa.
La protesta reunió consignas muy heterogéneas: demandas de seguridad y justicia, llamados a la paz, reclamos por mejorar el sistema de salud, críticas al autoritarismo, a la corrupción y al “narco-gobierno”, así como peticiones de revocación de Claudia Sheinbaum y mensajes en contra de la ideología de género. Pero hay dos coincidencias entre los diversos testimonios: descontento y redes sociales.
Hay un fenómeno que me llama especialmente la atención. En las respuestas del gobierno y de sus principales voceros se ha concentrado casi toda la energía en vincular la marcha de la Generación Z con una campaña internacional de desinformación.Una investigación de Infodemia atribuye la convocatoria a “influencers”, a la oposición y a cuentas ligadas a Atlas Network y a Ricardo Salinas Pliego. Sin embargo, en esa insistencia se está perdiendo de vista la pregunta realmente decisiva: ¿a quién convocó esta manifestación?
La discusión pública se enfocó en quién la organizó, pero dejó de lado algo mucho más importante: ¿qué tipo de malestar, expectativas o frustraciones encontraron eco de manera espontánea en esa convocatoria digital? En otras palabras: ¿a quién interpeló —y por qué ahora—?
Como decía al principio: si queremos entender lo que ocurrió el 15 de noviembre, conviene abandonar la idea de que estas irrupciones digitales son anomalías locales. Martin Gurri viene advirtiendo desde 2014 —y aplica quirúrgicamente a esta escena mexicana— que vivimos una revolución en la relación entre el público y la autoridad.
Gurri (2018) sostiene que contra “la ciudadela del statu quo” se ha levantado la red: la rebelión de los amateurs, de esos públicos tradicionalmente desdeñados que hoy están conectados entre sí a través de dispositivos digitales. Esa red no se parece en nada a una jerarquía. Mientras las instituciones son lentas, rígidas y pesadas, la acción en red es veloz, caprichosa, capaz de multiplicarse por millones o desaparecer en un instante.
Para Gurri (2018), el cambio no es meramente tecnológico: desde comienzos del milenio entramos en un orden informacional sin precedentes, un auténtico tsunami que desbordó la cultura política heredada y convirtió la incertidumbre en el signo de época. Cuando se pierde el monopolio de la información —subraya— también se resquebraja la confianza. Y ahí comienza la erosión de la autoridad.
En ese proceso, la nueva marea informativa dejó al desnudo la pobreza del viejo orden industrial, sostenido en jerarquías y en audiencias pasivas que las instituciones daban por garantizadas. Esa audiencia dócil, masiva y centralizada, se desintegró al primer contacto con una alternativa. En su lugar emergieron las comunidades vitales: grupos orgánicos, desordenados, unidos por intereses compartidos y fortalecidos por plataformas que les permiten expresarse sin mediación. La voz del aficionado —del que no pertenece a la élite— introdujo un terremoto que descolocó a la política, a los medios y a cualquier sistema que se acostumbró a hablar sin ser cuestionado.
Gurri (2018) advierte algo decisivo: la reacción institucional ante este nuevo ecosistema no suele ser reflexión, sino alarma. Se responde con escándalo, con condena moral, con llamados a controles más duros. La autoridad, desconcertada ante la pérdida de su centralidad, se refugia en el impulso de disciplinar lo que ya no entiende.
Es por eso que sostengo que no estamos frente a algo nuevo ni exclusivamente mexicano. Para quienes miramos la región desde el Cono Sur, esta escena resulta conocida: formas de acción pública que ya no pasan por los partidos tradicionales, sino por multitudes breves y cambiantes que se activan en red a partir de emociones, símbolos, fandoms, agravios y pertenencias digitales. No buscan coherencia ideológica; buscan resonancia. Y cuando la encuentran, se encienden.
Lo que estalla y convoca no es una consigna, sino la brecha entre el ritmo acelerado de la sociedad y la velocidad —mucho más lenta— de sus instituciones.
México no es la excepción y este gobierno no es inmune. Lo que vimos el 15 de noviembre fue otra expresión de esa grieta global entre autoridad y público, entre quienes quieren conducir el relato y una multitud que ya no acepta un guión único. El régimen actual se equivocaría —como ya lo hicieron muchos otros— si insiste en negarla o moralizarla.
Referencias
Gurri, M. (2018). The Revolt of the Public and the Crisis of Authority in the New Millennium. Stripe Press.