La democracia liberal vivió su apogeo durante la década de los noventa, tras el fin de la Guerra Fría, con el predominio de Occidente. Hubo en esa década elecciones plurales y competitivas en todo el mundo, en Europa del Centro y del Este, desde luego, pero también en Asia, África y América Latina. A partir de entonces, sin embargo, empezó el declive.
La insatisfacción con la democracia, extrañamente, no ocurrió en la periferia, sino en el corazón de Occidente. En los países desarrollados en general, el descontento pasó de 33 por ciento a 50 por ciento de la población en lo que va del siglo. En Gran Bretaña, cuna de la democracia, la satisfacción con ese sistema de gobierno aumentó sin cesar por treinta años desde 1970, llegó a su punto más alto alrededor de 2000, en la época de Tony Blair, pero empezó a disminuir desde entonces (entre otras razones por la guerra en Irak) hasta caer por completo a raíz de la crisis provocada por el Brexit, de tal suerte que hoy, por primera vez en medio siglo, la mayoría de los británicos dice no estar satisfecha con la democracia de su país. Estados Unidos, por su parte, ha vivido un declive en su satisfacción con la democracia a la vez inesperado y dramático: en 1995, en tiempos de Clinton, más de tres cuartas partes de los ciudadanos americanos decían estar satisfechos con la democracia en su país, cifra que se sostuvo por una década, pero a raíz de varios factores, entre los que sobresale la crisis financiera de 2008, que afectó de forma muy desigual a la población, el deterioro ha sido constante, al grado de que, hoy, menos de la mitad de los americanos está contenta con su democracia, y puede ganar de nuevo Trump.
La democracia está en declive también en América Latina. El descontento con ella ha sido creciente. En 2010, según Latinobarómetro, apenas cuatro países tenían una población mayoritariamente satisfecha con la democracia: Uruguay (78), Costa Rica (61), Chile (56) y Panamá (56), el resto estaba insatisfecho, en último lugar México (27). En 2015, la norma se mantuvo, pero la tendencia empeoró: Uruguay seguía siendo el país más satisfecho (70) y México el más insatisfecho (19). En 2020, en fin, México es el país, en todo el continente, que mayor apoyo mostró a un régimen autoritario (22), sólo después de Paraguay (24), de acuerdo con Latinobarómetro. Este es el contexto en el que gana la presidencia López Obrador. Es el contexto en el que ocurre su ofensiva contra el INE. El contexto que explica la impunidad de la trampa y la abdicación que vivimos estos días: la trampa de Morena de iniciar la definición de su candidatura presidencial en junio (cuando la ley establece que las precampañas comenzarán hasta “la tercera semana de noviembre”) y la abdicación de la autoridad electoral que acepta que lo que comienza no es más que una forma de elegir, en efecto, al “coordinador de los comités de defensa de la Cuarta Transformación”. La presidencia de López Obrador erosionó la democracia, igual que la de Trump. Pero lo que lo hizo posible fue el desencuentro con ella que había de origen en México y Estados Unidos. En ese sentido, más que una causa, ambos son un síntoma del deterioro.