Algo hay de seductor en el ejercicio del poder que resulta tremendamente atractivo para la gente. Pero por sobre todas las cosas algo hay de enajenante que termina por alienar las conciencias que se allegan a él y que invariablemente hace que se ventilen las verdaderas formas de las personas.
En especial aquellos que carecen de los fundamentos humanos para ejercerlo con la mesura, el sentido común y la inteligencia; es un asunto que no todos pueden llevar a cabo, honrando el origen del poder y manteniendo claro que su naturaleza estriba en el servicio a los demás.
Es curioso este fenómeno de quienes se conducen dando tumbos y tomando decisiones desde el aparato digestivo. Uno pensaría que, con todos los alcances de la modernidad, los dejos de abuso de autoridad no permearían en quienes consagran su vida a la administración de la cosa pública.
Peor aún aquellos que lejos de la necesidad de contar con un empleo en el servicio a la comunidad, acusan algún apego plutócrata, lo que les sitúa más allá del bien y del mal.
Dentro de la colección de barbaridades oligofrénicas que suceden con más frecuencia de lo que muchos quisieran están, además del culto a la personalidad, los excesivos gastos, la parafernalia consecuente, y muchos más recursos de los sátrapas que están embelesados con el poder. Pero hay un rasgo que suele acompañar a los de dictadorzuelos y es el ejercicio de la censura.
Esto viene a cuento luego del escándalo que implicó la salida del aire de Jimmy Kimmel, quien esbozó en su late night show una feroz crítica hacia la derecha norteamericana, con el barullo por las alegorías con tintes conservadores.
Comentarios que disgustaron a la clase política en el poder y cuya inconformidad bastó para silenciar una voz que, si bien incomodó a muchos con su mensaje, hizo lo propio con otros que consideraron un agravio a la primera enmienda del país de las barras y las estrellas.
Irónico que, en el país del libre, el justo y el sabio, aparezcan estos ejercicios de poder que silencian la otredad, particularmente al ejercer su derecho a disentir. En la película Larry Flint, el nombre del escándalo, el abogado del magnate de la industria editorial para adultos argumenta que si algún sentido tiene la libertad de expresión es poder decir al otro aquello que no quiere oír.
Se cuenta que el tal Jimmy está por regresar al aire, aunque a estas alturas del partido ya no se sabe si con la misma voz combativa, desdibujada o recargada, o si, en una de esas, el efecto censurador haya sentado precedente en quienes como él editorializan la vida pública y se niegan a endulzar el oído del intolerante.