La palabra “escándalo” pertenece a otra época cuando las masas eran más ingenuas. Las noticias tardaban más en llegar y en general para estar informado era imprescindible ser letrado, es decir, saber leer y escribir, lo cual exige concentración, algo que también pertenece a otra época. El lector es un personaje que se resiste a desaparecer, pero que en el contexto de la cultura digital hecha de distracción y chisporroteo, es una especie en peligro.
El lector hoy es un consumidor de sensaciones inmediatamente disponibles mediante la proliferación de medios sociales y de plataformas digitales cuyo propósito no es informar sino deformar. El curioso lector, transformado en un ávido consumidor de rumores, apoya una comunicación en la que la información ha sido reemplazada por la validación de prejuicios.
Vivimos un momento en el que además cualquiera puede convertirse en fuente de opinión: establecer coherentemente los hechos, indagar la verdad y esforzarse por respetar la objetividad son valores en el mejor de los casos aleatorios. La confianza en la información es también otro accidente provocado por la relativización y la opacidad. Cada uno es fuente de sí mismo.
La entropía favorece las conspiraciones para transformar la sociedad civil en una enorme célula de agraviados y justicieros que conjuran su rencor para luchar por algo que se les escapa.
Vivimos un cambio de era, una transición que muchos relacionan, en magnitud y envergadura, con la que Gutenberg realizó mediante la imprenta. Las revoluciones cognitivas trazan el futuro. Pero mientras la imprenta abrió las compuertas cerradas a piedra y lodo contra los legos y con ello creó al lector, la revolución digital implica una involución. Los maestros de escuela se refieren a la pérdida de capacidad de sus estudiantes para mantener la atención, una cualidad que también parece haber sido erosionada. En lugar de leer, se prefiere los retazos inconexos que sin embargo construyen una sociedad dividida entre quienes añoran la tolerancia, la libertad y la justicia y quienes exigen los sacrificios inherentes al oscuro y con frecuencia sórdido mundo de las plataformas digitales que consagran la ignorancia, el miedo y la intolerancia.
En el mundo digital la verdad no existe porque lo definitivo es la veracidad. Mientras nos parezca cierto, no requerimos pensar. En lugar de leer, ver; en vez de atender, distraerse. La intermitencia es el mensaje.
A diferencia del lector que reflexiona sobre la lectura, el receptor acrítico es una cadena de transmisión. Por eso se dice que vivimos en una cámara de ecos. Esa imagen recuerda la cueva platónica y sus sombras nada más. No podemos conocer el mundo sino sólo su sombra, su huella, que seguimos caninamente. Un desconcierto cognitivo nos impide discernir la realidad de la ilusión. Como Don Quijote, confundimos demencialmente el molino con un gigante. Cada quien tiene su pantalla y en ella ve lo que ha aprendido a reconocer como auténtico. A menudo hace las veces de un espejo epistemológico en donde aprender es reforzar lo que definió el algoritmo.
El escándalo fue víctima del cinismo, que la invectiva lo transformó en algo normal. Esto significó la muerte de la vergüenza. Mentir, abusar, defraudar, chantajear, corromper la diferencia entre intereses privados y públicos, instigar la violencia, promover la más crasa vulgaridad y la ignorancia arrogante, no sorprenden a los espectadores habituados al circo mediático, es un signo de los tiempos
Un mundo al revés es la nueva normalidad.
Aunque la era del escándalo desapareció con el pudor público, hay todavía posibilidades de recuperar el espacio en el que se forja la opinión pública. Para ello urge reglamentar las redes sociales sometiéndolas a un marco legal estricto. De manera similar a como se controló la prensa en el siglo XIX, el XXI tiene ante sí la tarea de sujetar la cultura que amenaza sustituir el cerebro con la yema del dedo.
En Europa este aspecto preocupa a los legisladores que reflexionan sobre la responsabilidad legal de los dueños de las redes sociales, que no debe ser distinta de los editores de periódicos, responsables legalmente de lo que aparece en sus páginas. La regulación de los medios digitales es imprescindible para controlar el magma de desinformación tóxica que constituye la dieta ideológica cotidiana de la turba.
Hay quienes ven en estos intentos por controlar los medios digitales una pulsión autoritaria que busca anular la libertad de expresión, un derecho consagrado por el Iluminismo. Sin embargo, estos libertarios buscan mantener el derecho a la calumnia, el miedo y el rumor como herramientas imprescindibles para pedalear el fundamentalismo. Su definición de libertad de expresión en la práctica significa la guerra cibernética cotidiana.
Para los magnates detrás de las redes la ausencia de regulación significa influencia irrestricta, es decir poder. Todo intento de regulación se interpreta como “discriminación”. Su rechazo de cualquier marco legal confirma que esta tendencia libertaria asegura su preeminencia económica e ideológica y la de las empresas cuyos intereses salvaguarda el factor naranja en La Casa Blanca. Forman parte del capitalismo nacionalista que la autocracia defiende.
La revolución digital avanza adelantándose a cualquier regulación que incluso los juguetes deben respetar antes de ser colocados en los estantes de las tiendas. No ocurre lo mismo con los teléfonos que una vez en casa pueden servir para hacer la tarea, consultar cómo envenenar a los padres, confirmar los prejuicios y engancharse en movimientos subversivos o escoger la mejor forma de suicidarse. Hoy el tabú se ha normalizado.
Dada la violencia social que se manifiesta de forma expedita y la capacidad de organización que las redes sociales ofrecen, así como la exposición de menores de edad a contenidos perturbadores, hace falta una educación crítica que permita discernir entre el alud de mensajes, una regulación legal enérgica y formas de hacerla cumplir. Para ello necesitamos legisladores independientes y una sociedad civil crítica, dos factores que la deriva autoritaria de los tiempos actuales se empeña en destruir.