El 13 de septiembre se esperaba una concentración nutrida pero no tanto. Cierto que durante el verano la derecha con avaricia se mantuvo activa exigiendo eliminar la inmigración y cerrar inmediatamente los hoteles donde los inmigrantes se hospedan. La animadversión no quiere razones. Para eso tiene mucho corazón.
Las manifestaciones frente a los hoteles han dominado la agenda política de grupos etnonacionalistas y de influencers oportunistas. La protesta es contra su uso como albergues de inmigrantes. Aducen el costo, pero sobre todo el peligro que hombres solos representan para las mujeres y las familias de quienes se consideran “legítimos” ingleses amenazados por los inmigrantes.
Entre los hoteles usados en lo que se promete es una medida pasajera, están algunas joyas de la más opulenta arquitectura victoriana que hace un siglo fueron hoteles de lujo a la altura del Titanic. Según el Guardian, pertenecen a la cadena Britannia, una rama del conglomerado de propiedades de Alex Langsam, un octogenario que es el auténtico beneficiario del sórdido, inadecuado e inhumano arreglo para cumplir con las obligaciones del Estado con los inmigrantes.
El Britannia de Liverpool, el Adelphi, es un palacio eduardiano con una escalinata central volada, grandes candelabros y enormes ventanales que alumbran salones desmesurados, cortinajes pesados, espejos empañados, kilómetros de pasillos polvorientos en un palacio que consagra la elegancia del comienzo del siglo XX.
Los grandes hoteles de la cadena Britannia están hechos una ruina, pero en el imaginario público rencoroso, hospedar a su costa en tal lujo a los inmigrantes inflama su furor patriótico. Son edificios admirables infestados de ratas, elevadores descompuestos y chinches en la cama, palacios que reflejan el deterioro económico, urbano y social y recuerdan tiempos mejores.
La turba legitimista exige un sacrificio visible para castigar a las víctimas, que para eso están. Hospedar inmigrantes en palacios fabulosos añade un toque de rencor de clase contra los inmigrantes a quienes se mantiene en la indigencia sin permitirles trabajar, tener una actividad productiva para el presupuesto social y personal y conducente a su presencia pública como personas que trabajan y pagan impuestos. En una población que envejece, los inmigrantes tendrían que ser recibidos como puentes al futuro. Alguien tendrá que pagar las pensiones y los servicios públicos.
En cambio, lo que sucede es maltratar a los inmigrantes, hacer arreglos turbios, enardecer a las comunidades que creen en el reemplazo étnico y cargar el presupuesto conservando a los huéspedes como presos, muertos de tedio salvo la sorpresa de un roedor que atraviesa velozmente por encima de la cama.
Se trata de una acomodación transitoria que fue rentada legalmente y habiendo sido ganado hace meses el juicio en Epping Forest, en Essex, que inhabilitaba el hotel como residencia de inmigrantes, la Suprema Corte revocó el dictamen devolviendo el hotel a su función estipulada. Con ello se evitó momentáneamente una catástrofe que consiste en acomodar 32 mil personas ya. Si el gobierno recurre a la renta de hoteles es como último recurso. La realidad es que no hay plan B, menos en una crisis de vivienda.
El rechazo activo de la inmigración parte de la apertura de Ángela Merkel que en 2015 recibiera un millón de refugiados entre quienes habría víctimas de la violencia desatada y quienes buscaban una mejor calidad de vida. Nadie abandona lo suyo ligeramente. Siempre hay razones de peso.
El verano terminó con la renuncia de Ángela Rayner, miembro del gabinete y ministra de Vivienda; el despido de Peter Mandelson, embajador británico en Estados Unidos debido a su relación con Jeffrey Epstein; la creciente popularidad de la derecha sin ambages de Nigel Farage, de Reform UK; y la disidencia abierta dentro del Partido Laborista que desconfía del instinto político de Keir Starmer, el primer ministro que llegara al poder con una mayoría diezmada notablemente en sólo un año de gobierno.
Este es el contexto en el que Tommy Robinson cuyo nombre real es Christopher Yaxley-Lennon convocó a 110 mil personas bien adoctrinadas y organizadas en las redes sociales para manifestar su frustración ante el deterioro que no atribuyen a Brexit, que todavía apoyan como un ideal traicionado, sino al aumento de las pateras desde que el RU se separó de la Unión Europea (UE).
“¡Tommy! ¡Tommy!”, corean los convocados envueltos en banderas. Tommy muestra a sus seguidores la sonrisa impecable de su nueva dentadura. Su verdadero nombre es Christopher Yaxley-Lennon pero Tommy es más asequible, bonachón.
Un mar de pancartas afirman las exigencias de la turba. “Inglaterra para los ingleses.”“Hagamos grande a la Gran Bretaña”. “Sólo Cristo salva”. “Hundan las pateras”. “Rule Britannia”.
Conectados mediante el rencor del abandono, dejados atrás, los inconformes afirman su articulación política, la certeza de la supremacía racial afirmada con el desafío de quien está dispuesto a partir caras. De hecho, hacia las tres de la tarde hay varios policías golpeados y pidiendo refuerzos de la policía montada. Los seguidores de Robinson, un influencer que cumple con las credenciales del racismo, la xenofobia, la homofobia, la misoginia y un proyecto retardatario, son impermeables a la razón. En nombre del pueblo cualquier cosa es posible. El pueblo es como la libertad en cuyo nombre también se realizan horrores.
En la marcha que inundó el centro de Londres el 13 de septiembre Tommy vestía como rebelde rockanrolero de mediados del siglo XX, cuando Jimmy Dean usaba camisetas y chamarras negras de piel.
“Ustedes saben por qué estamos aquí. ¿Están dispuestos a luchar?”
La masa ruge. Está ansiosa por partir madres. Según Tommy hay que salvar los valores occidentales aunque además del prejuicio vendido como patriotismo no especifica a qué valores se refiere, contra la amenaza musulmana. Si Oswald Spengler viviera dedicaría párrafos esclarecedores para explicar la decadencia de Occidente debido a la barbarie interna que no necesita peligros externos.
Elon Musk, uno de sus correligionarios, replicaba la informalidad de los cincuenta del siglo pasado, pero con camiseta oscura, un ojo en el pecho y en lugar de cachucha MAGA la pelambre esmeradamente erizada. Musk no sólo acompaña por video la marcha mostrando su apoyo sino que además expresa su opinión abiertamente sediciosa acerca de un cambio revolucionario de gobierno en el RU. Musk incita a la rebelión y aunque el personaje ha perdido volumen desde que fuera el MAGAdministrador, mantiene su tendencia a intervenir en los asuntos públicos. Musk mide el terreno, tantea para ver qué tan lejos es posible avanzar el caos, hasta cuándo enfrentará un límite real. Por el momento su presencia virtual en el mitin del 13 equivale a un llamado a la insurrección. En otras circunstancias podría ser llevado a juicio pero Musk, con los “tecbrós”, va más adelante que la capacidad para acotar su poder hasta el momento irrestricto. Si la presencia involuntariamente clounesca de Musk es ominosa, también puede ser una pieza importante en favor de la retrasada y necesaria legislación de las redes sociales que favorecen al anonimato, esparcen el odio y vulneran las instituciones públicas. La extralimitación de Musk forma parte de un mundo donde los acólitos son incapaces de distinguir entre el hombre y el avatar, controlados por las alucinaciones algorítmicas y la fascinación por el caos que defienden como libertad de expresión.
La manifestación del 13 de septiembre da la impresión de que el RU está al borde del abismo de la MAGAción, pero revela el fracaso de 14 años de gobierno conservador cuyas promesas incumplidas produjeron una crisis de desconfianza. Por ello es importante considerar que a pesar de la estridente violencia de la extrema derecha su auge en el RU es todavía minoritario. Esto no significa que Farage no tenga posibilidades reales para mudarse al número diez, por lo cual busca diferenciarse de figuras como Tommy. Y a que a diferencia de Estados Unidos, una nación entregada a creer lo increíble y al delirio algorítmico, el RU conserva una masa crítica.