La elegancia cotidiana es un hábito, la elegancia extraordinaria es la excepción. La Scala de Milán, ante la posible avalancha de turistas y el caluroso clima, ha impuesto un estricto dress code para asistir a las funciones: no flip flops, no camisetas de cualquier tipo y no pantalones cortos. Karl Lagerfeld afirmaba que esos pantalones destruyen toda posibilidad de decoro. La Scala motiva al público a vestir para la ocasión y mostrar respeto al esfuerzo de los artistas.
La vida es una ópera, somos los personajes de nuestra propia historia y debemos caracterizarnos para ser nosotros mismos. Asistir a la ópera o a un concierto o espectáculo es casi un ritual, el momento exige que estemos a la altura. Ante esta disposición hubo protestas, la corrección política considera inclusivo al mal gusto, estar desaliñado es un statement en contra del cambio climático, ya lo hemos visto con los activistas. Seamos activistas del buen gusto, es imperioso hacer más interesante el presente.
Madame Bovary asistió a la ópera con su marido Charles, que en un afán de agradar a su insatisfecha mujer se endeudó comprando boletos para escuchar al tenor de moda en la tragedia Lucía de Lammermoor de Donizetti. El genio de Flaubert describe en su novela la emoción de Emma Bovary al ver los grandes carteles, las luces de las arañas, las filas de gente elegante, dice: “Emma sentía latir su corazón”. Para esa gran noche en que iba a presenciar una tragedia pasional, se vistió como heroína de su presente, haciendo que el momento se expandiera a su propio ser. Se compró unos guantes, un sombrero y un ramillete de flores. Emma, romántica fashionista, llevaba un “vestido azul con cuatro faralaes”, estaba “hermosa como un sol”.
La vida de cada persona es un drama y el vestuario es parte de su lenguaje. Emma, en cada decisión, en cada locura que la poseía, tenía un atuendo que significaba ese momento. En sus arrebatados y promiscuos encuentros con Rodolfo el Vizconde, vestía su traje de montar “con sombrero de hombre y un velo azul”; cuando lo asaltaba en las madrugadas, emocionada y furtiva, entraba en su castillo, se cubría con ropa ligera y se metía en su cama. En los idealizados días con su joven amante, el pasante León, traía “unas pantuflas de raso de color rosa ribeteadas con plumas de cisne”.
Es lo que yo llamo el “momento Bovary”, cuando dimensionamos la circunstancia con el atuendo que da el perfil del propio personaje. La Scala de Milán, el encuentro con un amante o la simple posibilidad de dar un paseo a solas, sintiendo el aire frío, es suficiente. Tener un “momento Bovary” no es asunto económico, no es la ropa carísima, es ser como Emma, que pasara lo que pasara, ella respetaba la decisión de habitar ese personaje entregado a sus emociones y sentimientos, que admiró en las novelas de aventuras románticas. La existencia, que se va tan veloz en cada instante, exige espacio, voluntad y pasión para enaltecerla con una actitud, un “momento Bovary”.
AQ