Hace unos días se cumplieron 65 años de que las mujeres votaran por primera vez en una elección federal en México. La reforma constitucional del 17 de octubre de 1953, que lo hizo posible, fue una conquista de las mujeres que, por décadas, lucharon por ese derecho elemental, y marca un hito en el largo camino hacia la igualdad, no solo en la participación política, sino en todos los ámbitos de la vida privada y pública.
En realidad, la lucha de las mujeres por la igualdad tiene una historia que se extiende a lo largo tres siglos. En cada etapa de esta batalla, las mujeres han tenido que reclamar para sí cada uno de sus derechos civiles, frente a una hegemonía patriarcal que se los niega sistemáticamente y han tenido que exigir que los postulados de igualdad se conviertan en realidad para ellas.
Aunque muchas veces sus demandas han sido invisibilizadas, hoy en día vivimos un momento en el que la voz de las mujeres se hace oír con fuerza. Se han apoderado del discurso, de las plazas públicas, de las redes sociales y de las pláticas familiares; se organizan, teorizan y debaten entre ellas para poner fin a la opresión que las ha buscado mantener siempre a raya.
Lo cierto es que la realidad a la que se oponen los feminismos no puede ser más injusta: en todo el mundo, las mujeres son asesinadas por sus parejas, por sus compañeros de trabajo o por desconocidos, sin más motivo que el de creer que pueden disponer de ellas. Son violadas, mutiladas, prostituidas, vendidas, obligadas a ser esposas y madres. Son subestimadas, relegadas a roles estereotipados y juzgadas por la sociedad cuando pretenden salir de ellos. Ganan menos dinero por trabajo igual. Realizan mayoritariamente las labores de cuidado, esenciales al funcionamiento de la sociedad, sin remuneración alguna o en condiciones de explotación.
Todo en la vida de las mujeres, cada paso que dan, cada palabra que dicen, cada decisión que toman, es juzgada, valorada y escudriñada con un estándar distinto al de los hombres. En este arreglo social, las mujeres, simplemente no son libres.
A ello, se suman los desafíos que enfrentan las mujeres cuando el género se superpone con otros aspectos de su identidad que las marginalizan: la etnia, la raza, la pertenencia a grupos indígenas, la orientación sexual, la pobreza, la marginación urbana, etc. No existe una identidad femenina única, sino una intersección de identidades que acentúan la desigualdad y la desventaja.
Frente a tal escenario, nos corresponde solidarizarnos con su lucha. Comprometernos a reflexionar y desentrañar las mil y una maneras en que todos contribuimos a este estado de cosas y perpetuamos la cultura patriarcal. Es momento para nosotros de escucharlas, acompañarlas, y desterrar nuestros patrones de conducta más sutilmente opresores. Es momento, sencillamente, de cuestionarnos el mundo como lo conocemos hasta ahora.
A tantos años de distancia falta mucho por hacer, urge acelerar el paso. Un México más justo, en el que la promesa de dignidad y derechos para todas las personas sea una realidad, exige una igualdad sustantiva, real y tangible entre hombres y mujeres. Una igualdad de oportunidades que brinde a cada persona la posibilidad de llevar a cabo su plan de vida. No podemos seguir aferrados al privilegio ni al statu quo. No podemos pensar que las cosas están bien como hasta ahora.
Mientras siga habiendo espacios exclusivos y excluyentes; mientras sigamos encasillando, estereotipando y discriminando a las mujeres; mientras sigamos relegándolas a roles de género que las limitan y les impiden una participación plena, no podremos hablar de derechos ni de democracia.
No podemos pasarnos de las mujeres en ningún ámbito y nada de lo que históricamente ha sido femenino nos debe ser ajeno. La igualdad implica que todos contribuyamos a la sociedad y aportemos nuestros talentos, habilidades e ideas, tanto en lo público, como en lo privado. Todas y todos somos necesarios.