Los nuestros son tiempos extraños. Entre muchos de los fenómenos sociopolíticos que nos ha tocado sufrir, uno muy lamentable envuelve al mundo en un velo siniestro: la tragedia de la sinrazón. Nos ha tocado vivir una era en la que el razonamiento independiente está peleado con casi cualquier opinión que se emite. Padecemos una ausencia de juicio crítico que, siendo evidente, es invisible para las sociedades del mundo.
La desesperada necesidad de pertenecer a algo, aunada al imperativo emocional de buscar aprobación, han dado lugar a filias absurdas, extendidas además por doquier como si fueran verdades indiscutibles. Al mismo tiempo, el odio irracional hacia cualquier idea diferente a las propias, se transforma en fobias automáticas, dictadas por identidades ciegas y sordas, que cancelan toda capacidad de análisis propio.
Cualquier excusa es suficiente para probarse como parte de un grupo y obtener el preciado trofeo de una felicitación o un “like” en Facebook. Las identidades se han convertido en fuente de principios, valores, y acciones uniformadas, que prevalecen sobre la capacidad de analizar y actuar como individuos.
Los ejemplos abundan: si te identificas como activista de izquierda, debes apoyar a Palestina e Irán, sin importar las atrocidades cometidas por los árabes; pero si te identificas como pensador de derecha, debes defender a Israel, obviando igualmente los crímenes de los judíos.
Ya nada se evalúa desde las convicciones propias, porque cada vez hay menos convicciones y cada vez son menos propias. Lo mismo ocurre con la corrupción o la ineficiencia gubernamental: si el corrupto o el inepto es del otro partido, es tu obligación denunciar y fabricar un escándalo victimizante, pero si es del propio, tu capacidad es evaluada en función de qué tan ingenioso es el pretexto que construyes para justificar lo injustificable.
Todo este disparate es un sinsentido enraizado en enormes vacíos individuales, que buscan llenarse a través de la pertenencia y aprobación de grupo. Y así, nadie se atreve a cuestionar el discurso prempaquetado y vacuo de sus dirigentes. Esta es la tragedia de la sinrazón: hacerse pasar por lo que sea para quedar bien, en lugar de cuestionar lo necesario para estar mejor.
De ahí la polarización política de nuestro mundo actual, donde lo público ha dejado de ser una competencia leal por defender causas inteligentes, para convertirse en un pleito navajero para imponer la idiotez de un puño de identidades. No hay ideales sino creencias; no es indagación sino imposición; no se habla sobre qué hacer sino sobre quién digo que soy. Y estamos atrapados por querer crear un bosque, en medio del mismo desierto desolador y árido en el que ya hace tiempo se extravió la razón. Es la entrega irracional de tu Sala de Consejo semanal.