Hay cosas en la vida que parecen simples, pero que en realidad sostienen silenciosamente nuestra forma de pensar, decidir y vivir. Una de ellas es la lectura. Leer no cuesta nada: ni compromete, ni obliga, ni exige más que un mínimo acto de voluntad. Y sin embargo, transforma más que muchos cursos, talleres o entrenamientos que presumen cambiarlo todo en unas cuantas horas.
Leer no cuesta nada, pero abre puertas que nadie más puede abrir por nosotros. No solo nos regala información, nos otorga perspectiva. Nos muestra aquello que no sabíamos que ignorábamos. Nos enfrenta con ideas que no siempre confirman nuestras creencias, pero que nos ayudan a pensarlas mejor. Nos deja ver otros mundos, otras vidas, y también los rincones de nuestro propio interior que preferimos dejar en silencio.
Hoy las opiniones parecen fabricarse en serie, y la lectura es un acto de resistencia. Leer es detenerse cuando todo empuja a correr, es profundizar cuando lo fácil es quedarse en la superficie. Es un recordatorio de que pensar no es un lujo, sino una responsabilidad.
Pero quizá lo más valioso es que, al leer, nos volvemos mejores conversadores con nosotros mismos. Para cuestionarnos, para incomodarnos, para poner en duda lo que dábamos por hecho. Leemos para aprender, pero sobre todo para reflexionar. La lectura es esa maestra silenciosa que no califica, pero sí confronta. Es un espejo que nos devuelve preguntas:
¿Por qué pienso como pienso? ¿Qué tan firme es mi criterio?
¿Qué parte de mí está creciendo… y cuál se está quedando atrás?
Leer no cuesta nada, pero sí evita que paguemos un precio más alto, el de quedarnos con la primera idea, con la versión más cómoda.
Por eso, hoy más que nunca, la lectura debe volver a ser un hábito indispensable para quienes lideramos, decidimos o acompañamos a otros. No importa si es un libro, un artículo o una columna como esta. Lo importante es abrir la puerta y dejarnos sorprender.
Leer no cuesta nada. Lo que cuesta —y mucho— es vivir sin cuestionarnos.