Hace unos días, escuché a la Dra. Nancy Verver hablar sobre el valor de la vinculación, la innovación y el liderazgo en la educación superior. Su visión me hizo reflexionar sobre todo lo que hemos vivido como comunidad educativa desde aquellos días inciertos del 2020. Sus palabras me recordaron que no solo evolucionaron las universidades, sino también quienes las habitamos, dirigimos y soñamos cada día.
Han pasado varios años desde aquel marzo en que las aulas cerraron y el mundo tuvo que reinventarse. La educación se transformó de la noche a la mañana, y con ella, los líderes educativos asumimos un rol distinto, menos administrativo y más humano. El liderazgo dejó de ser una cuestión de jerarquía para convertirse en un acto de acompañamiento y resiliencia.
Aprendimos que la verdadera fortaleza de una institución no está en su infraestructura, sino en su capacidad para sostener a las personas que la integran. Los equipos se mantuvieron unidos gracias a la empatía, al compromiso y a la convicción de que educar era un acto de esperanza colectiva.
De la crisis surgieron líderes más sensibles, capaces de escuchar y reconocer las emociones como parte esencial del trabajo. El COVID-19 nos obligó a mirar la educación desde otro ángulo, uno que pone en el centro al ser humano y al propósito.
Hoy, años después, las aulas se llenan nuevamente de voces, pero ya no somos los mismos. Las herramientas tecnológicas permanecieron, las metodologías híbridas se consolidaron y las competencias socioemocionales se volvieron imprescindibles. Sin embargo, más allá de la innovación, lo que realmente transformó la educación fue la conciencia colectiva de que juntos podíamos superar cualquier adversidad.
El desafío ahora es no olvidar. No olvidar la solidaridad, la capacidad de adaptarnos y la empatía que nos hizo más humanos. No dejar que la prisa del presente borre las lecciones del pasado.
Como bien mencionó la Dra. Verver, la educación necesita líderes que sigan conectando, que crean en la fuerza de los equipos y en la importancia de tender puentes.
Mantener viva esa esencia es nuestra responsabilidad: recordar que la escuela no es solo un espacio de aprendizaje, sino de encuentro. Que el liderazgo no se ejerce desde el control, sino desde la cercanía, y que lo que nos unió, el deseo de seguir adelante juntos, es lo que debemos conservar.
Los líderes que hoy seguimos aquí lo sabemos. Crecimos y aprendimos a mirar la vida con la certeza de que, incluso en los momentos más difíciles, siempre habrá algo que nos mantenga unidos: la fe en el poder transformador de la educación.