Hace poco el grupo setentero ABBA, entonces dos hermosas chicas en minifalda y dos apuestos caballeros, fue centro de un osado experimento con inteligencia artificial para ofrecer un concierto mediante imágenes multidimensionales que trajo en el tiempo a aquellos jóvenes, con la lozanía de su época, al agitado siglo XXI. Aquello, por cierto, era en su tiempo lo que seguía a lo “fresa” en materia musical, pero cultivaron los integrantes un éxito rotundo que sobrevivió a la centuria.
Sin embargo, ABBA no deja de sorprender al respetable y por una publicación del portal Blabbermouth me he enterado de una perla que ignoraba, pese a mi conocida admiración y afición por el guitarrista Ritchie Blackmore, el Bach del hard rock y número uno de las cuerdas para este espacio.
Corría 1977 y la banda Rainbow, consecuencia de la primera salida de Blackmore de Deep Purple, grababa en un castillo en Francia su álbum Long Live Rock ‘N’ Roll, pero en el proceso sucedió lo inesperado. Se lamentaban Ritchie, el cantante Ronnie Janes Dio y el baterista Cozy Powell de que no hallaban ideas para sus rolas cuando este último se levantó para decir, con voz grave, que tenía que hacer una confesión.
—¿Están listos? Me gusta ABBA.
La conmoción parecería natural, tratándose del baterista de una de las bandas más pesadas de entonces, con el guitarrista más emblemático del rock por ser el autor de riffs para rolas como “Smoke on the Water” y “Highway Star” (favoritas de gurúes de las cuerdas como Steve Vai, Joe Satriani y Yngwie Malmsteen) y con el cantante con la voz más poderosa del heavy metal de todos los tiempos.
Sin embargo, vino lo impensable.
—Dios mío, pero si yo amo a ABBA —festejó Blackmore.
—Yo también —terció Dio, en medio de una celebración acompañada de alcohol, improvisada por el culto secreto, ahora ventilado, de tres roqueros a una agrupación sueca más popera que ninguna del orbe en aquellos años.
Y ya que estamos chupando tranquilos y en las horas de las confesiones, ahí les voy:
—Me gusta Maná.
He dicho. Salud.