Cultura

La casa de mis abuelos

En la casa de mis abuelos se superponen mis recuerdos y la realidad abrumadora que vivimos hoy: el espacio se ha convertido en un enfrentamiento entre una memoria idealizada y el presente que parece no tener conexión lógica con el pasado, como si ese ayer no correspondiera al de este hoy: de pronto, de un huevo en un nido de codornices sale una salamandra.

Como en un montaje de película, mi visión de la casa está cruzada por la luz de hace treinta años –brillante y esperanzadora–, y la bruma que hoy lo envuelve todo.

A la vez, nos miro a mis primos y a mí corriendo de la sala al comedor, de la puerta principal al patio interno, y miro la desolación de la enfermera que saca las sábanas sucias al cuarto de servicio y carga las bolsas de basura hacia el estacionamiento, atravesando la puerta principal.

Veo, a la vez, las botellas detrás de la cantina, las copas limpias, los vasos jaiboleros, y el vacío de los estantes, las paredes cuarteadas y la pintura vencida por el salitre y la humedad.

Los espacios envejecen, se pudren. También nosotros. También ellos.

La casa de la infancia –esa entidad cifrada simbólicamente en la memoria– vive, en cuanto está atravesada por nuestras acciones: el ir y venir del baño a la recámara, de la recámara a la cocina… somos, sí, la sangre de sus espacios, el torrente que nutre y arregla lo que tenga que ser arreglado: que acomoda los tapetes, limpia las mesas, cuida que las ventanas abiertas no se cierren abruptamente con las corrientes de aire. Somos su vida.

Al alejarnos en el espacio y en el tiempo, la casa de la infancia muere… y al darnos cuenta, nosotros empezamos a hacerlo, también.

Empezamos a morir, a sentir la angustia de lo que se desvanece cuando nuestros espacios ceden al tiempo, oxidando lo que creemos era intocable en nuestra memoria.

La casa de mis abuelos sigue siendo esa construcción inglesa de techos altos y ventanas grandes, pero ya no están ahí ni la claridad de otro tiempo ni la dinámica fundamental que la convertía en centro y escape, a la vez, de nuestras rutinas: punto de reunión, simbolizaba lo que se sostiene y perpetúa mediante el ritual: el pastel de cumpleaños, la cena de Navidad, la fiesta, la música, el brandy servido en vasos altos, el responso, la tranquilidad y el lujo: televisión por cable, teléfono, una alacena siempre llena, un frutero rebosante.

Lo que hay ahora es el puro efecto del tiempo, la prueba de que nuestros pequeños mundos están destinados a la desaparición y que la única constante es la muerte: lo que se difumina, lo que se desvanece, lo que se pudre, se oxida, se descompone, lo que es invadido por la nostalgia, por el dolor, por la enfermedad, lo que se olvida.

Y este, digamos, contraste entre el recuerdo y lo que se vive, también se manifiesta de manera física.

Por años fuimos llenando las mesas de la sala con figurillas y baratijas (bienintencionadas y honestas) en las que ciframos nuestro ideal de futuro para mis abuelos: estatuillas de ancianas tejiendo, de ancianos leyendo el periódico en una mecedora.

Esa intención simbólica (impulsada por una falsa imagen fundada en la estupidez capitalista de la “vejez digna”: el matrimonio anciano que disfruta apaciblemente del ocaso de sus vidas) convive, en el mismo espacio, con la crudeza de la enfermedad y el deterioro de los cuerpos y la mente: medicinas, tanques de oxígeno, pañales y todo el ritual de la asepsia que desplaza del ambiente el esperado olor a viejo (que identificamos con lo “guardado”, la humedad y lociones y aguas de tocador) con desinfectantes que se mezclan con aquellos hedores de fluidos corporales.

Habitar esta silenciosa heterotopía es doloroso. La conversión del espacio cotidiano en una réplica de los espacios hospitalarios es doloroso.

La irrupción de personajes específicos como enfermeras, fisioterapeutas y asistentes en la cotidianeidad que se suponía amable es doloroso.

La vida se vuelve dolorosa en esta transformación del anhelo simbólico en la violenta realidad de la vejez.

Philip Roth escribió: Old age isn’t a battle; old age is a massacre, y hay una devastadora verdad en ello.

La vejez y la enfermedad no sólo masacran el cuerpo que irremediablemente invaden, también arrasan con el espacio.

La batalla supone la posibilidad de triunfo, sitúa en nuestro horizonte la esperanza de la victoria; pero una masacre implica que la suerte estuvo echada desde el principio.

Pero hay algo, inefable, que contrarresta los daños de la masacre que se lleva a cabo en esta heterotopía que es la casa de mis abuelos, mi casa de la infancia.

Algo que surge del espacio de la memoria y se materializa en eso que podríamos llamar familia, que se configura desde un espacio de resignación del pasado, resignificación del presente y aceptación del futuro, es decir, de la muerte.

La vejez, pues, sería peor sin ese otro espacio de relaciones y memoria que llamamos “familia”.

@eljalf

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Alfonso Valencia
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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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