
No era la norma, pero tampoco la excepción, que a los niños en mi infancia los padres les recogieran los juguetes que recibían en cumpleaños, Navidad o Día de Reyes. Después de un breve paso por las manos de sus ilusos propietarios, eran limpiados, peinados, sacudidos, desarrugados y vueltos a meter en su caja, para adornar las repisas de un dormitorio que debía lucir más limpio y ordenado que sala previa a una operación quirúrgica.
En la época de la cual les hablo no se acostumbraba a regalar juguetes por toneladas, en las ocasiones marcadas se entregaba un juguete que estaba de moda porque se anunciaba en la televisión y nada más. Claro que también existían decenas de canicas, soldaditos de plástico, vaqueros y apaches, granjas y carritos metálicos, muñecas de papel con vestidos de textil simulado, a los que sí se podía dar cabal uso hasta que se desgastaran, se rompieran, se intercambiaran o simplemente se perdieran.
Los juguetes de los esquineros, los chifonieres, los closets, rara vez volvían a respirar aire puro. Salvar la aduana paterna era más difícil que encontrar taquería abierta en Semana Santa. Es decir, tenía el estatuto de sacrilegio jugar con ellos una segunda ocasión. Ahora que escribo esto deseo que esos muñecos, autos, muñecas, que a mis vecinos y amigos les confiscaron en su infancia, aun perduren porque seguramente serán de colección y el costo de más de uno pagará una buena cena y un buen vino, para brindar por el secuestro de la ilusión.
Quizá el eco de esa época tenga algo, o mucho que ver, con las exigencias de la vida moderna, exigencias que por otra parte no intentarían ser cumplidas, si no hubiera existido esta manera de ver la vida.
Si Manuel Antonio Carreño moldeó las mentes de las juventudes durante más de un siglo, hoy cientos de influencers y sus replicadores nos dicen de manera “sencilla” como se debe vivir para vivir “bien”.
Por ejemplo, alguna vez escuché hablar a una experta en salud bucal decir que para lograr un buen cepillado dental este debería durar cuando menos diez minutos y lo esperado es que fueran al menos tres sesiones diarias. En otra ocasión oí que un nutriólogo recomendaba no usar sartenes con teflón porque provocaban cáncer y también presté oídos a quien dice que esto es un error, porque a falta de teflón se debe aumentar la cantidad de aceite para cocinar un simple huevo y eso tapa las arterias.
Si un día me levanto con un conflicto mayor al acostumbrado con mi cuerpo en decadencia, me habré de topar con quien me pida aceptar que eso que llamamos tiempo no es más que un ogro que le encanta devorar lozanías. Pero también habrá quien me lleve a la plaza principal del pueblo para condenarme en un juicio sumario, porque no hay más culpable que yo de mi actual condición, no es el cambio en mi metabolismo corporal, sino mis malos hábitos de vida los responsables de mi sobrepeso, arrugas y calvicie.
Todos estos mandatos sobre cómo vivir la vida nos conducen, inevitablemente, a una negación de la propia vida y sus recordatorios pasionales de que estamos vivos. Estamos siguiendo los pasos para vivir una perfecta vida de aparador, que todos puedan admirar. Una vida tan bella como tan vacía, como la de los juguetes que no fueron jugados, que no tuvieron la oportunidad de ensuciarse, romperse, perderse, como representación simbólica de que sostuvieron fantasías, la más importante, la de la vida.