Las historias de conspiración me resultan en verdad fascinantes. Son el más acabado ejemplo del pensamiento racional del que podemos echar mano. Intentar rebatirlas o someterlas al principio de falsación es una tarea inútil, porque, aunque se pongan contraejemplos o experimentos que refuten las teorías, quienes las sostienen y quienes las propagan encontrarán argumentos cada vez más elaborados y complejos para sostener una hipótesis en el lugar de la verdad.
La celotipia ocuparía en lo individual el papel que juegan las teorías de conspiración. La persona que cree que su pareja o su objeto de amor le engaña, le es infiel o no le quiere, encontrará primero todos los indicios, después todas las pruebas que sostengan su idea, y no habrá poder humano que desmonte esta narrativa en prejuicio de la tranquilidad de quien vive preso en la celda de los celos, celda que por otro lado no tiene cerrojos, ni barrotes, y a la que se llega por propio pie.
Como siempre ha ocurrido la llegada de nuevas tecnologías desata las más inquietantes teorías de conspiración, que luego se diluyen con el tiempo. Claro, el que lea esto y esté del lado de los conspiracionistas, dirá que ese desdibujamiento obedece al adormecimiento de las masas por parte de la élite gobernante. Y en el caso de quien padece de celos dirá que es el papel de la pareja ocultar el engaño y que quienes le apoyan a la contraparte son integrantes del mismo sistema de mentiras.
Les decía que cada nueva manera de hacer las cosas puede desatar una suerte de febrícula que alimente la hoguera de las conspiraciones. Las mal llamadas redes sociales y en específico Facebook con su mensaje de bienvenida: “¿qué estás pensando?” es el pretexto ideal para tener que aceptar sin cortapisas que un mundo nos vigila.
Me parece que cada vez son más las personas que tienen la seguridad de que los dispositivos móviles han evolucionado a tal grado que ahora no solo escuchan lo que decimos, sino que incluso nos roban los pensamientos y los materializan en anuncios comerciales.
Bien haríamos en recordar aquella falsa discusión sobre qué fue primero, si el huevo o la gallina. Desde luego que en las charlas cotidianas las opiniones que no son más que eso, deberán estar divididas, pero para el método científico que busca analizar los hechos, esto está más que zanjado, primero fue el huevo.
En este caso del que estamos hablando el huevo es la materialidad del anuncio que puede aparecer una y otra vez, antes de que podamos ser consciente de su presencia en nuestra vida cotidiana a través de pensamientos en torno a él. Así que al volver al lugar en donde se difunde, oh sorpresa, aparece de la nada. Esta acción será explicada por algunos, que queriendo o no están del lado de los conspiracionistas, como un robo de pensamientos.
Por años el mercado ha sostenido el engaño de que los productos que aparecen en los anaqueles son para satisfacer las necesidades de las personas, cuando en realidad es al revés, las necesidades se crean artificialmente para que se compren sus satisfactores. La frase de la modernidad: “no sabía que lo necesitaba hasta que tuvo uno”, da cuenta a la perfección de esto.
Sin embargo, la cuestión comercial no es la que nos interesa por ahora, sino como es que funcionan los pensamientos. Alguien ya los pensó por nosotros, pero nosotros los haremos propios en el momento menos “pensado”, en el instante más oportuno o el menos impertinente y surgirán como un eureka en el desierto de la incertidumbre.
Bien es sabida la máxima del proceso de enseñanza aprendizaje: solo podemos aprender aquello para lo que ya tenemos una estructura de conocimiento previa. Es decir, existimos y luego vamos pensando. Y en este camino de pensamientos podemos pensar que tenemos pensamientos originales o pensar que nos están robando los pensamientos, con telepatía o con algoritmos y cacharros tecnológicos vendedores de espejos.