Gracias a la “crianza respetuosa” que está ocupando un lugar del privilegio en el discurso de los padres y madres de la actualidad, estampas de la vida cotidiana en la formación de niñas y niños, que contenían amenazas o descalificaciones quedarán pronto en el pasado, y solo se conocerá de ellas si alguien se atreve a añadirlas como capítulo extra al libro “Vigilar y Castigar” de Michael Foucault.
Por ejemplo, la técnica de la alimentación que incluía una comparación entre nuestro delicioso plato infantil de brócoli con hígado encebollado y la nula posibilidad de comer tres veces al día de un niño en cualquier parte del mundo, que no tuviera unos padres amorosos y trabajadores, o bien que viviera en un país con peor manejo económico que el nuestro, sin duda alguna se repite cada vez menos al grado de la extinción en los comedores mexicanos.
La amenaza castrante no tenía como objetivo despertar en nosotros el sentimiento de solidaridad y empatía para con las personas menos afortunadas, muchos menos hacernos reflexionar cómo podría existir un mundo en donde las desigualdades fueran la norma y no la excepción. Para nada. Se trataba de que olvidáramos que comer cualquier cosa llena de dulce y carbohidratos era nuestro deseo y que como tal por no cumplirse nos estaba haciendo sufrir al enfrentarnos a los insípidos vegetales o para el caso de Mafalda, de Quino, a la sopa.
La frase “agradece que tienes esto para comer, ya muchos lo quisieran” (que podría decirse de mil y un maneras, siempre terroríficas todas), pretendía desactivar nuestro sufrimiento por comer algo que no queríamos, pero además dejaba una huella vital, el mandato de que el padecer propio no era lo suficientemente válido, que siempre habría personas con un mayor pesar al nuestro.
Del plato de comida saludable pasamos al raspón por la caída en la resbaladilla, al que mamá o papá se fueran a trabajar y nos dejaran al cuidado de tías o abuelos preocupados más por la televisión que por jugar con nosotros. De ahí a otras pérdidas, la derrota del equipo de beisbol, la partida a otra ciudad de un amigo, la primera ruptura amorosa, a la que respondieron tras bambalinas, “uy, y eso que apenas empieza, cree que eso es amor, está muy niña (o niño), deja cuando sea grande y en verdad le rompan el corazón”.
Y con eso hemos crecido. Seguimos escuchando esta voz de nuestro amo infantil cada día que tenemos algún padecimiento: “por fortuna, solo fue eso”, “agradece que no pasó a mayores”. Y es verdad, pero solo en cierta medida.
La validación del sufrimiento personal por otro en la infancia, deja marcas perenes que muchas veces hace a las personas solicitar ayuda psicológica por razones que no les pueden quedar claras. Es decir, acuden a cualquier terapia con el afán de que les digan que sí, que está bien que lloren por eso. Que sí, que está bien, que ellos pueden ser las víctimas en la situación por la cual atraviesan.
Cuando consiguen que su terapeuta, psicólogo, o como sea que le llamen, les dice que sí, que ellos están bien y que el mundo está mal, creen haber alcanzado la cima de su recuperación. Y está bien, tendrán alivio momentáneo a sus dolencias. Pero como pasa con cualquier analgésico, solamente alivia el dolor, no lo que lo causa, y más pronto de lo que quisieran volverán a padecer esa suerte de abandono, de no encajar, de no pertenecer, porque alguien más llegó para in-validar su sufrimiento.
Esta posición es una demanda de amor. El paciente lo que en realidad pide es que le den amor, pero no del que se piensa y que parte justamente desde la imagen, de somos iguales y nos entendemos; no, el amor que podría curar es el que se acepta desde la diferencia, desde la aceptación de saber que no se puede llenar el vacío del otro y que el otro no va a llenar el vacío que cargo, desde que escuche “¿a poco por eso lloras?”.