Vemos la muerte como sombra ignota cuando llega al final de un camino lejano a nuestros afectos. Pero cuando se les aparece prematuramente a los coetáneos cercanos, a quienes acompañamos en algún tramo de su ruta, se nos presenta con un rostro angustiosamente reconocible. Nos mira entonces de frente, desafiante, como si nos dijera “ya te tocará”, y nos arrebata el desdén que se da a lo lejano e ineluctable.
“La muerte es una gran impostora”, escribí hace un cuarto de siglo al recordar la partida de mi madre a sus 59 años de edad. “Nunca es ella misma: es un instante con afán de perpetuidad, un principio disfrazado de fin” (Soñar no cuesta nada, Ed. Castillo, 1997). El deceso de mi amigo Carlos Bremer me lo corrobora. En más de un sentido, esa figura de guadaña en ristre que extingue la vida es una impostura. Hace que algo termine y, al mismo tiempo, que algo comience. Es verdad: Carlos se fue para quedarse con nosotros.
Lo conocí hace más de medio siglo, en el Instituto Franco Mexicano regiomontano, o sampetrino, donde ambos estudiamos la primaria. Era uno o dos años menor que yo y no compartíamos clases pero nos movíamos en el mismo camión, el número 2 del intrépido Emilio, quien recogía a montón de alumnos gritones para llevarnos a la escuela y luego regresarnos a casa. Era un niño sociable, simpático, que se hacía notar por su ingenio. Hace poco me presentó a unas personas diciéndoles, en broma, que yo lo había asesorado en sus sueños infantiles de liderazgo. Lo cierto es que no necesitó mayor asesoría. Dejé de verlo varias décadas para reencontrarlo en 2020 y me di cuenta de que la inteligencia y carisma nunca lo abandonaron.
No hablo aquí del empresario, porque nunca lo traté en ese carácter. Se sabe que era un gurú de las finanzas, un maestro de las relaciones públicas que forjó una impresionante red de amistades internacionales. Se codeaba con ex presidentes y artistas y magnates, con celebridades de todo el mundo. Nadie podía resistirse. El tiburón de los negocios era, como ser humano, una suerte de oso de peluche: su afabilidad le brotaba por los poros, como chorreaban su solidaridad y su desprendimiento.
En esta es la faceta que lo recuerdo, la del gran entusiasta del deporte con quien compartí aficiones deportivas. Amante del box, del beisbol, del futbol, del basquetbol, del atletismo, de las competencias olímpicas, siempre presto a apoyar a quienes lo necesitaban, fue mecenas de miles de deportistas. Mucho le debemos, sin duda, los fanáticos del deporte, porque ningún mexicano lo ha impulsado como él lo hizo. Y lo evoco, sobre todo, como el amigo generoso, el de la esplendidez proverbial, el que siempre estaba ahí.
¿Qué más puedo decir? Retomo mi texto sobre la muerte: “Morir es nacer o, más bien, resucitar en el recuerdo. Quien muere no abandona el mundo de los vivos; permanece en él como heredero de sí mismo… Cuando alguien pierde la vida en el ámbito de la realidad otro la recupera en el reino de la imaginación”. Carlos Bremer permanecerá como heredero de sí mismo y habitará en nuestra imaginación porque ha dejado reminiscencias entrañables en mucha gente que, como yo, le guarda cariño y gratitud. Hasta pronto, querido Carlos. Nosotros nos quedamos con tu bonhomía y con tu inicio disfrazado de final. Tú descansa en paz.