Bueno, pero qué coño es eso de la privacidad. Antes existía, de alguna manera u otra, pero hoy, apenas. Y no porque a uno lo estén espiando y monitoreando en celulares y cámaras de seguridad, sino porque hemos deliberadamente sacrificado esta privacidad. Hemos volcado nuestros más oscuros y procaces secretos con el solo afán de ser vistos y notados.
Pero también porque en ello hay también un tema de experimentación y curiosidad; ¿cómo van a reaccionar los otros con esto que hago y muestro? ¿Qué puedo extraer y aprovechar de estas reacciones?
Pero el efecto mediático siempre estará presente: ¡Se filtra video! ¡Se han revelado controversiales todos y declaraciones! Y es esta la comidilla clásica de los pasquines digitales. Pero, ojo: no confundir la figura y función del paparazzi con el post en redes de quienes así lo hacen y desean; el paparazzi te ve, capta e interpreta lo que le interesa, lo que sabe se puede vender, mientras que tú muestras algo que, consciente o inconscientemente, quieres que la gente vea.
Con la profusión de las redes sociales y el selfie nos dimos cuenta no de que somos muchos, sino que no somos nadie. El selfie es un intento fútil y desesperado por ser reconocidos como individuos, no como parte de una masa uniforme y gris. Al mismo tiempo, las redes sociales y el efecto de exponernos con toda nuestra antigua privacidad y pudor nos ha vuelto hipersensibles. La tecnología lo permite y valida. Y eso es, creo un problema. Claro que tiene sus ventajas, pero me queda claro que no hemos aprendido a moderar y modular sus efectos. Si algo no nos molestaba antes, ahora se vale que se armen tremendos dramas por ese mismo asunto. Se han exacerbado y catalizado cosas que en otros tiempos pasaban desapercibidas. Me parece que si tratáramos asuntos más graves y trascendentes con la misma intensidad e interés tendríamos efectos de cambio social y cultural más contundentes. Pero no: hay que empeñarnos en exhibir tonterías y reñir por ellas y dar por asentado que eso es lo normal y, peor: que eso nos va a traer algo bueno. Pero ya sabemos que todo ese gasto de energía es inconsecuente. Entonces no debemos dejar pasar el aspecto lúdico de todo este puto circo –que siempre ha existido–, pero que ahora se traslada a una arena completamente nueva, con ciertas reglas que le son propias y con nuevos mecanismos operativos. Y los efectos, como ya puntualicé antes, no se terminan de comprender del todo ni de contabilizar. Solo dios sabe a dónde coño nos va a llevar todo esto.
La ansiedad de no ser visto ni tomado en cuenta ya se tiene por auténtica patología. ¿No me cree? Haga la prueba; pase una semana completa sin celular, tablet o cualquier aparato con acceso al internet. Ahí me platica cómo le fue.
La privacidad es un concepto muy distinto al de hace 20 años y se ha vuelto ahora algo extraño, y hasta cierto punto indeseable. Solo los raros, los antisociales y los voluntariamente exiliados sociales lo entienden y procuran. Pero el efecto de la sobreexposición en redes es tan potente y atractivo que hasta los más recalcitrantes introvertidos y tímidos han encontrado la manera de formar su nicho en esta realidad alternativa.
O sea que, o nos quedamos en el pasado melancólico, ciclados en esquemas que pertenecen a tiempos en los que no todo era mejor que ahora, o buscamos la inteligente manera de adaptarnos.
Hay que determinar cómo, con qué frecuencia y en qué calidad, intensidad y tono nos presentamos ante los otros, ante ese todo apabullante e incomprensible del que somos parte, pero del cual también estamos alienados y desconectados.
Adrián Herrera