Exceso. Demasiada azúcar. Adornos innecesarios. Vericuetos, laberintos y caminos que se bifurcan de manera vertiginosa y confusa. Derroche de lenguaje –¡adjetivos, coño!– y flujos torrenciales que zarandean, revuelcan y ahogan. Quizá en un tiempo el estilo me atrapó y me sedujo, porque el lenguaje es, ante todo, seducción, pero con el tiempo se va haciendo uno más sencillo, parco, más intolerante a los excesos.
Cuando comencé a leer Paradiso de José Lezama Lima de inmediato me envolvió esta sensación de oprobio, de asfixia y luego de somnolencia. Y esta cadena de reacciones se genera a partir de un ataque inmisericorde de significados (no solo de palabras que uno desconoce), sino de frases y construcciones cuya conjetura es difícil de elaborar. Esa clase de construcciones no son lo mío.
Lo que intento hacer con el texto de Lezama Lima es romperlo en fragmentos con los cuales logre identificarme y que me sean útiles pero que, más que eso, pueda disfrutar. De esta manera he creado una fórmula personal que establece una conjetura entre el gozo, lo útil y una tercer elemento que considero esencial: el estímulo para crear. Porque yo leo para escribir. De esta manera encuentro en Paradiso una serie de estímulos que me sirven para tal fin. Hay notables tonos autobiográficos, un estilo bien definido, formas de hablar, mucho color, música –percusiones más que todo– y sobre este tema puedo escuchar una amalgama muy compleja de voces, percusiones, viento, lluvia, llanto, gemidos, risas, ladridos, suspiros, voces entrecortadas y silencios.
Por ahí leí que si un libro no te decía nada o simplemente no te llamaba la atención, había que dejarlo. Tal observación ha resultado ser correcta y provechosa. Pero visto desde otro ángulo, el leer estos libros que de entrada no nos gustan puede ser un intento de encontrar algún significado misterioso, algo oculto que uno escarba y busca como un tesoro y que, al final y luego de mucho esfuerzo alcanzamos la epifanía de darnos cuenta que el tesoro era la búsqueda, no un premio. Y así me pasa. Cada que leo cosas que no me gustan voy encontrando breves destellos que me estimulan, que me despiertan algún recuerdo, una emoción perdida, algo. Entonces entiendo que leyendo estas obras hay que dejarse llevar, poco a poco, por esas ráfagas intensas e inmediatas que de pronto nos azotan, o ver cómo una brisa suave nos empuja lentamente y así tenemos el tiempo de contemplar cosas que de otra manera hubiéramos pasado por alto. En tales lecturas hay partes luminosas unas, oscuras y crípticas otras, pero siempre hay algo que se puede rescatar. También hay portezuelas que nos jalan y tragan y dejan caer hacia abismos alucinantes llenos de luces mortecinas y ecos antiguos, indescifrables. Nada bueno es fácil, nunca lo ha sido ni lo será. Son caminos tortuosos, plagados de trampas, de engaños y quimeras. Y nadie sabe a dónde conducen y si tienen final. Pero caminamos, ciegamente, tales senderos. Será tal vez por responder a un oscuro llamado, el silbido del viento a través de las hojas de un ciprés o el aleteo inquietante de un ave misteriosa en una tarde nublada. No lo sé. Pero hay que respirar hondo, arrojarse y sentir cómo el pecho se nos comprime y perdemos la respiración. Porque todo exceso es angustia. Y la angustia es reflejo de saber que solo hay un vacío, una nada. De saber que estamos en una caída libre y constante hacia una fría y tenebrosa oscuridad que todo lo absorbe y transforma en nada.
¿Qué nos queda pues? Regocijarnos en el exceso, perdernos en sus lúdicos y estrambóticos laberintos, dejarnos abrazar por sus densas y aromáticas mieles y olvidarnos por un brevísimo instante de nuestro decaimiento y mortandad.
El punto es que tengo un relación de amor y odio con este tipo de literatura y no me voy a permitir negarla solo porque no me gusta o me procura alguna molestia o escozor.
Hay que aprender a vivir con todo lo que nos afecta, de cualquier manera en que lo interpretemos.
Voy a terminar de leer Paradiso, así me lleve 20 años hacerlo.