En la historia de la medicina moderna, hay figuras que inspiran admiración… y otras que provocan horror.
Entre estas últimas se encuentra el doctor John Charles Cutler, investigador del Servicio de Salud Pública de Estados Unidos, quien entre 1946 y 1948 convirtió a Guatemala en su laboratorio humano. En nombre de la ciencia, infectó deliberadamente a cientos de personas con sífilis y gonorrea: un crimen disfrazado de estudio clínico, un sacrificio humano con bata blanca.
Hoy, su nombre permanece en los archivos de la infamia, junto al de Mengele y otros que confundieron el progreso con la crueldad, y es la ocasión que nos permite hablar de él hoy.
Un país pobre, un laboratorio perfecto
Guatemala en los años cuarenta era un país vulnerable. Recién salida de la dictadura de Jorge Ubico, con un sistema de salud precario y población mayoritariamente analfabeta, se convirtió en el escenario perfecto para la experimentación.
Cutler llegó con un respaldo poderoso: el Servicio de Salud Pública de Estados Unidos (PHS), el Instituto Nacional de Salud (NIH), la Universidad Johns Hopkins, la Fundación Rockefeller y el Ejército estadounidense. Su misión oficial: estudiar la eficacia de la penicilina contra las enfermedades venéreas. Su propósito real: propagar enfermedades en humanos para observar su evolución.
Según los reportes, el gobierno guatemalteco del presidente Juan José Arévalo fue informado de la cooperación científica, pero jamás del contenido real del proyecto.
El método de la barbarie
Las víctimas fueron prisioneros, soldados, enfermos mentales, mujeres y niños huérfanos. Los experimentos se realizaron en la Prisión Central, el Hospital Nacional de Salud Mental, el Cuartel de Matamoros y varios orfanatos.
Cutler y su equipo infectaban a las personas de dos maneras: mediante contacto sexual forzado con prostitutas previamente contagiadas, o con inyecciones directas de sífilis y gonorrea en la sangre, la nuca, los brazos o incluso los ojos.
Cuando la transmisión no funcionaba, los médicos abrían heridas genitales para aplicar la bacteria de manera “efectiva”.
El resultado fue devastador: se involucró a miles de guatemaltecos en los experimentos —según distintas fuentes, entre 696, y 5,500 personas—, de las cuales más de 1,300 fueron infectadas deliberadamente y al menos 83 murieron como consecuencia de las infecciones
En una carta hallada décadas después, Cutler escribió:
“Una palabra equivocada aquí en Guatemala, o incluso en casa, podría hacer fracasar todo el proyecto.”
Sabía que lo que hacía era inconfesable.
El engaño institucionalizado
Nadie firmó un consentimiento. Nadie fue informado.
A los participantes se les decía que estaban recibiendo un “nuevo suero” o una “vacuna experimental”. En realidad, eran conejillos humanos para medir el efecto de la penicilina frente a infecciones controladas.
Los experimentos fueron realizados bajo el amparo del lenguaje científico y aprovechando la distancia geográfica. Mientras en Núremberg se juzgaban crímenes médicos del nazismo, Estados Unidos llevaba a cabo investigaciones similares en territorio latinoamericano.
Pero su historial no terminó ahí. Los documentos revelan que John C. Cutler estuvo también al centro del escándalo Tuskegee, en Alabama, un experimento que se prolongó de 1932 a 1972 bajo la tutela de la administración estadounidense.
Durante décadas, cientos de hombres afroamericanos pobres con sífilis fueron estudiados sin recibir tratamiento, aun cuando la penicilina ya se había convertido en cura efectiva. A cambio, recibían comida, atención médica y un seguro de sepelio, pero jamás fueron informados de la verdadera naturaleza del experimento.
Se calcula que más de 300 de estos hombres murieron como consecuencia directa de estas prácticas, mientras Cutler avanzaba en su carrera académica, entregando al final de su vida todas sus notas a la Universidad de Pensilvania, sin mostrar señal alguna de remordimiento.
El descubrimiento del horror
Mientras el caso Tuskegee había salido a la luz en 1972, durante décadas el experimento en Guatemala permaneció oculto.
Fue hasta 2010 cuando la historiadora médica Susan Reverby, al investigar el programa de Alabama, descubrió en los archivos de la Universidad de Pittsburgh los documentos originales del doctor Cutler: informes clínicos, correspondencia, fotografías y descripciones detalladas de los métodos utilizados.
Su investigación llegó a la prensa estadounidense —The Washington Post, The New York Times, BBC— y forzó al gobierno de Barack Obama a pronunciarse.
En octubre de 2010, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, y la secretaria de Salud, Kathleen Sebelius, ofrecieron una disculpa formal a Guatemala:
"Lamentamos profundamente que haya sucedido, y pedimos disculpas a todas las personas que se vieron afectadas por esas prácticas odiosas de la investigación".
El presidente Barack Obama llamó personalmente a su homólogo guatemalteco, Álvaro Colom, para expresarle su pesar.
Colom respondió con una frase que resumió la indignación de un país:
“Es un delito de lesa humanidad”.
Al año siguiente, en 2011, se presentó una demanda contra Estados Unidos, que fue desestimada en 2012 por un tribunal federal alegando inmunidad soberana.
Más adelante, en 2015, víctimas y familiares interpusieron una querella colectiva contra la Universidad Johns Hopkins, Bristol‑Myers Squibb y la Fundación Rockefeller, acusándolas de haber financiado y respaldado los experimentos; hasta hoy, el proceso no ha tenido una resolución definitiva.
Los límites de la ciencia
Cabe destacar que el caso Cutler se desarrolló en paralelo a los Juicios de Núremberg (1946-1947), que dieron origen al Código de Núremberg, el primer documento internacional sobre ética médica y consentimiento informado.
De acuerdo con especialistas en ética médica, los científicos estadounidenses sabían lo que hacían. Lo hicieron de todos modos.
Años después, la Declaración de Helsinki (1964) reforzaría los principios de respeto y dignidad humana en la investigación médica, pero los casos de Guatemala y Tuskegee demostraron que el conocimiento sin ética se convierte en instrumento de opresión.
La sombra que sigue viva
Hoy, la historia del doctor Cutler no es una reliquia del pasado.
Según organizaciones médicas, miles de ensayos clínicos continúan realizándose en países pobres bajo el argumento de la cooperación internacional. En muchos de estos casos, los pacientes participan sin comprender completamente los riesgos o lo hacen impulsados por la necesidad económica.
De ahí que su trayectoria funcione como una lección ética sobre la delgada frontera entre curar y dañar, entre estudiar y manipular, entre investigar y transgredir la dignidad humana. Al fin y al cabo, la ciencia no tiene rostro… hasta que se refleja en el de sus víctimas.