En una ciudad que olía a muerte, la televisión tenía que encenderse. No era un capricho, era una necesidad.
Las torres de Televisa en Chapultepec estaban hechas polvo; sus entrañas se habían derrumbado con empleados adentro. Pero la maquinaria —esa que no entiende de luto— debía seguir funcionando.

Mientras tanto, Raúl Sarmiento sorteaba retenes, caminaba entre militares con bayoneta y se metía de lleno en la Roma devastada. Quería saber si sus compañeros habían sobrevivido. Encontró piedras, gritos y manos temblorosas removiendo escombros. Y encontró algo más: voces atrapadas que respondían desde debajo de la tierra, esos hombres hechos de voz, de pronto eran rescatistas.
A las tres de la tarde, los reunieron. El escenario era grotesco: al sur de la ciudad, en San Ángel, los foros parecían intactos, como si vivieran en otro México. Allí los esperaba Emilio Azcárraga Milmo, con un mensaje breve y brutal:
“No voy a correr a nadie. Vamos a levantar esto. Mañana iremos a Chapultepec. Vamos a ayudar. Pero hoy, seguimos”.

Esa misma noche, tres muchachos improvisaban una transmisión en Cablevisión: Toño de Valdés, José Segarra y Enrique Burak. Terminaban a las dos de la mañana, envueltos en un silencio que no era el habitual de la madrugada. Era un silencio distinto, espeso, que olía a polvo y a cadáver. Un silencio de muerte.
Enrique Burak recuerda el surrealismo de aquellos días: el 19 de septiembre, por la noche tuvieron una transmisión insólita, partido de americano Minnesota vs. Chicago. Tuvieron que narrar de pie, pegados a un monitor diminuto en blanco y negro, compartiendo dos micrófonos entre tres jóvenes que apenas podían sostener el aliento. “Nos íbamos pasando el mismo micrófono”, dice, como si la escena fuera de una obra de teatro pobre, no de la televisora más poderosa de América Latina.
El 20 de septiembre la orden se volvió mantra: “dar alegría a la gente”.

Pero la ciudad no estaba lista para sonreír. Una réplica cimbró la capital a las 19:38 horas. Raúl Sarmiento recuerda cómo el auto que compartía con Arturo Rudo Rivera, se sacudía de un lado a otro, el olor a cuerpos en descomposición, las camillas en las calles, bebés en brazos de padres que no sabían si llorar o gritar. El ejército, desconfiado, lo detenía con bayoneta en mano. “Voy a Televisa, tengo que transmitir”, repetía. Como si su credencial de narrador fuera también un salvoconducto en medio del infierno.
Dos días después, la orden se cumplió al pie de la letra. Había que narrar el México–Perú rumbo al Mundial de 1986.
Sarmiento atravesó otra vez la Roma destruida junto al Rudo. Lo esperaban cabinas improvisadas, un monitor del tamaño de una libreta, cables colgando como vísceras. Narraron entre lágrimas y miedo. Y cuando el partido terminó, se abrazaron. Afuera, la ciudad seguía siendo un cementerio.
El espectáculo debía continuar. Aunque la ciudad estuviera de rodillas, aunque los gritos de gol se mezclaran con el eco de morgues improvisadas en el Estadio del Seguro Social.
El show debía continuar. Y continuó.

CIG