La Ciudad de México todavía olía a polvo, sangre y concreto cuando Daniel Ruso Brailovsky tomó la decisión más difícil de su vida: sacar a su esposa del país. No se trataba de fútbol, ni de contratos millonarios, ni de títulos. Se trataba de sobrevivir. Su mujer estaba embarazada, a punto de dar a luz, y Polanco —con sus edificios de diez pisos tambaleándose sobre la nada— ya no era lugar para esperar un milagro.
Eduardo Bacas, su compañero de cuarto, lo sintió como una despedida brutal: no solo perdía a un socio dentro de la cancha, perdía al compatriota que le había dado respiro en un país que se sacudía. El América, además, veía cómo su delantero estrella se alejaba en medio de un calendario que no perdonaba.
Porque la FIFA no sabe de luto. El Mundial del 86 ya estaba en la vuelta de la esquina y la maquinaria futbolística tenía que seguir, aunque las calles todavía estuvieran abiertas en canal.
“Fue imprudente”, recuerda hoy Bacas. Y tiene razón. El regreso del futbol fue un golpe seco a una ciudad con las venas abiertas: tribunas medio llenas, banderas ondeando entre cartulinas negras de luto. Gente cantando con la voz quebrada, porque la euforia es también una forma de anestesia.

Pero no había guion perfecto. El 24 de septiembre, América visitó Tampico y recibió una paliza de 4-0. Bacas regresó cabizbajo a la capital, con otro marcador esperándolo en el aeropuerto: el médico de su esposa. La vida lo citaba en otro campo de batalla.
El destino, tan irónico como cruel, escribió la postal más improbable: el 4 de octubre nacieron los hijos de Brailovsky y de Bacas. Dos compañeros, dos amigos, dos bebés respirando uno el aire en medio de una ciudad que todavía estaba bajo escombros.
El futbol, sin embargo, se empeñaba en narrar su propia fábula. América, diezmado por las ausencias de selección, llegó a la Final contra Tampico con un 4-1 en contra. El Azteca parecía velorio, hasta que se convirtió en manicomio: Peláez, Ireta y dos goles de Bacas —el último en el minuto 119— firmaron una remontada imposible, 5-4.
Ese gol fue más que un tanto, fue más que la intención de un tricampeonato: fue una patada contra la muerte.
Pero la épica tenía doble filo. Mientras el estadio estallaba, Bacas corría al hospital. Su esposa, con preeclampsia, jugaba otra final en penumbra. Él no tuvo fiesta, no hubo copa ni brindis. Solo la respiración frágil de un recién nacido y la mano temblorosa de una mujer aferrándose a la vida.
El tricampeonato del América fue reseñado como gloria, resistencia, supervivencia. Para el país quedó el recuerdo de la épica remontada. Para Eduardo Bacas, en cambio, la memoria es otra: un pasillo frío de hospital, el silencio que corta más hondo que cualquier grito de gol, y esa certeza que se clava como aguja en el pecho: que el fútbol puede esperar, pero la vida no.
“Nunca voy a olvidar esa final”, dice todavía. “Ese gol al minuto 120 fue como si la pelota me sacara del infierno”.
Gloria y vacío. Vida y muerte. Trofeos que no son de oro, sino de carne y sangre.

FCM