Pasaron tres décadas para que el mundo finalmente volteara a ver la Ruta Huichol. Hoy ese camino sagrado ha sido reconocido como Patrimonio Mundial por la Unesco, pero no fue un decreto, fue una resistencia.
La lucha comenzó en 1994, cuando Humberto Fernández Borja y otros defensores del territorio lograron frenar un proyecto de autopista que pretendía partir a Huiricuta por la mitad en aquel tiempo que llegó el Tratado de Libre Comercio (TLC). No fue fácil. Y tampoco fue la única amenaza en esos treinta años.
Las cámaras y los GPS eran recibidos por campos de amapola, mariguana y advertencias mudas.
“Había zonas donde de pronto veías flores hermosas… y luego te dabas cuenta de que eran sembradíos de amapola. Ahí lo único que podías hacer era guardar el equipo y salir rapidito”, recuerda Fernández Borja, presidente y cofundador de Conservación Humana A.C.
Eran los años noventa y dos mil. Aún no se vivían los horrores de hoy. Ahora la violencia es demencial.
Esa zona invadida por sembradíos ilegales —entre la Sierra Huichola y los límites de Jalisco, Nayarit, Zacatecas y Durango— ha dificultado gravemente el estudio y diagnóstico de los sitios sagrados y las rutas de peregrinación.
La inseguridad no fue solo un obstáculo, sino una amenaza real para quienes se atrevieron a documentar ese territorio.

El nuevo informe del Estado de los Pueblos Indígenas del Mundo de Naciones Unidas revela un contraste alarmante: aunque representan solo el 6% de la población global, los pueblos indígenas protegen el 80% de la biodiversidad que queda en el planeta.
Y, sin embargo, siguieron.
La ruta que atrapa a sus andantes
Corría 1983. Humberto tenía 17 años cuando un huichol lo invitó a su rancho. Juntos se fueron a pizcar orégano durante un mes.
“Sigo enamorado del orégano”, confiesa él, más de cuatro décadas después, en entrevista con MILENIO.
Lo que nació como una coincidencia se convirtió en una vocación: proteger un corredor sagrado donde aún hablan el venado, el peyote, el fuego, el viento y la milpa.
Porque la Ruta Huichol no es solo un sendero.
Es un entramado espiritual, ecológico, político y cultural que atraviesa cinco estados —Nayarit, Durango, Zacatecas, Jalisco y San Luis Potosí—, y que sostiene no solo la vida de 44 mil wixáritari, sino también tres ecorregiones de relevancia planetaria: la Sierra Madre Occidental, el Desierto Chihuahuense y el Golfo de California.

El Golfo de California, por ejemplo, integra ecosistemas marinos y litorales de gran productividad, donde habita el 35% de las especies de mamíferos marinos del mundo.
Durante más de dos décadas se realizaron más de veinte expediciones: sobrevuelos, registros de flora y fauna, mapeos de sitios sagrados, entrevistas con ancianos de los tuquipa —los centros ceremoniales— y consultas con las autoridades tradicionales. Todo bajo una sola condición: proteger lo revelado. Que la ciencia no se volviera extractivismo.
Ese camino de más de 600 kilómetros que atraviesa sierras, desiertos, ríos, cumbres y amenazas se llama Tatehuarí Huajuyé: El Camino de Nuestro Abuelo Fuego.
Y durante treinta años, un puñado de mujeres y hombres luchó por evitar que se extinguiera.
Lucha por la preservación huichola
Durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, el lobby minero presionó para bloquear la entrega del expediente de nominación ante la Unesco. Querían dinamitar el desierto de Real de Catorce a cielo abierto. La entrega oficial se pospuso. Y mientras tanto, el despojo avanzaba.
La tierra era tomada por el crimen organizado. Las ambulancias no llegaban. Los niños morían por desatención médica. La amenaza era cotidiana. Pero la resistencia también.
El Consejo Regional Wixárika, Conservación Humana A.C., otras organizaciones aliadas y docenas de comunidades mantuvieron la lucha desde la raíz: la tierra y la espiritualidad. No por turismo. No por negocio. Por supervivencia.
Una de las estrategias clave fue postular la Ruta Huichol de Peregrinación como Patrimonio Mundial, y una figura determinante fue Joaquín Giménez de Azcárate Cornide, de la Universidad de Santiago de Compostela, estudioso de esa misma hazaña con el Camino de Santiago.
El 17 de julio de 2025, en París, durante la 47ª Sesión del Comité del Patrimonio Mundial, llegó la noticia: La Ruta Huichola por los Sitios Sagrados a Huiricuta es ahora Patrimonio Mundial.

Por primera vez, un itinerario indígena vivo ha obtenido este estatus en América Latina. Es una victoria, pero también un recordatorio: no basta con nombrar, hay que proteger; no basta con celebra, hay que respetar.
¿Qué sigue para la Ruta Huichol?
El reconocimiento internacional no ahuyenta las balas, no garantiza el agua, no devuelve lo robado; pero puede ser un escudo si se activa con justicia.
“Espero que este empujón de la Unesco sirva para cuidar a nuestra gente —dice el abogado constitucionalista Francisco Jiménez Reynoso de la UdeG—. No solo sus tierras. También sus vidas”.
Hace 14 años, el abogado subió a las comunidades sagradas para dar una asesoría jurídica sobre cómo la Constitución Mexicana podía protegerlas.
A veces, sus hijos mueren porque la ambulancia nunca llegó, porque los caminos son muy complicados, porque no hay un helicóptero que los rescate a tiempo, porque el auxilio simplemente no aparece. También son asesinatos, crímenes cometidos para arrebatarles lo más valioso: sus tierras.
“He estado ahí. He visitado a familias a las que el crimen organizado les arrancó la vida, les arrebató su hogar. Todo por despojarlos de lo que siempre fue suyo”, asegura el doctor en derecho, Jiménez Reynoso.
Hoy cada jícara sigue siendo símbolo de vida. Cada flecha, una ofrenda al equilibrio. Cada paso en esa ruta sagrada es un acto de memoria, dignidad y futuro, porque, como dicen los wixáritari:
Wixáritari

Y gracias a ellos —y a quienes durante 30 años nunca se rindieron—, ese camino sigue vivo.
Todo comenzó con una jícara
Era una jícara pequeña, tallada con símbolos sagrados, que contenía la esperanza de vida de una familia huichola. Era el corazón de un clan y su custodia implicaba ayunos, vigilias, sacrificios y una entrega total al equilibrio del universo.
Quien la portaba era jicarero: guardián del pacto con los dioses.
Así han vivido por siglos los wixáritari. Un pueblo que no olvidó su origen ni la ruta que sus ancestros les marcaron desde el mar hasta Wirikuta, donde —según su cosmogonía— nació el sol.
Cada año, los wixáritari reproducen ese viaje mítico hacia el este.
La peregrinación atraviesa cinco puertas rituales y más de un centenar de altares, donde colocan ofrendas: velas, jícaras, flechas, tsikuri —ojos de dios— y cantos. Todo para sostener el equilibrio con las deidades del sol, el agua, la fertilidad, los animales y los espíritus de los abuelos.

El destino es el Cerro Quemado, en Real de Catorce. Ahí, dicen, el sol emergió del inframundo.
Ahí, cada año, los peregrinos consumen peyote para conversar con Hikuri, el venado azul, y entender lo que la tierra necesita. No es tradición decorativa, es filosofía ancestral, es una resistencia espiritual.
EHR