Todas las familias felices se parecen unas a otras; cada familia aprende a celebrar la Navidad a su manera.
La mía convoca a los amigos y parientes que todavía quieren acompañarnos alrededor de una mesa coronada con pavo al horno, relleno, bacalao, bollos de pan, ensalada de manzana y pastel de frutos secos. Manos se reúnen al centro y se alejan en un vals torpe, que intenta ser coreografía pero sin compás definido, al repartir vasos con sidra, vino o cerveza, porciones generosas en platos que no pertenecen a la misma vajilla, y si nos distraemos, alguien suelta una risa muy sonora, o uno de los niños hace ruido con los juguetes que le regalamos (si ese fue un año generoso que nos permitió comprarlos) o Uchepo, nuestro perro, aúlla de pronto. Papá ya no dirige sus ojos como dos reproches, ni nos pide que guardemos silencio porque no le dejamos escuchar. Desde hace un par de años decidió que iba a ser él quien dejaría de hablar fuerte o cantar con la radio. Quién sabe cómo, pero mejor se hizo experto en vigilar todo lo que ocurre fuera de la casa desde su lugar en la mesa, de frente a la puerta y la ventana de la entrada, con el oído apuntando igual que un arma, para escuchar bien si alguien o algo toca en el vidrio o el timbre recién instalado, y así responder sin perder tiempo.
Nuestra tradición navideña no siempre fue esta.
Se instauró de manera apresurada, y sin pedirnos permiso, cuando mi hermano respondió a un anuncio mientras buscaba trabajo. Se fue a la central de camiones una mañana de octubre y ya no volvió a la casa ni al pueblo, aunque el viejo está convencido de que sí lo hizo la primera Navidad después de su desaparición, y nos ha jurado mil veces que debió ser cuando todos escuchábamos las canciones del primo más grande con su guitarra, al mismo tiempo que las tías contaban los mismos chistes de cada año. Mi padre dice que debió tocar la puerta porque habíamos cambiado las cerraduras y arrancamos el timbre por miedo, y la prueba de la visita fugaz de mi hermano era el llavero roto de Bob Esponja que encontró la mañana del 25, cuando sacó la basura. Las autoridades nos dijeron que eso no era posible, si hacía apenas unas semanas habían localizado las fosas con restos humanos, de donde sacaron los tenis que mi hermano llevaba rumbo al trabajo. Ese hallazgo le dio unos pocos días de, al menos, certeza al dolor de mi padre, que se atrevió a llorar por el hijo que le faltaba. El llavero lo regresó a su etapa maniaca de la esperanza. “¿Pero y el Bob Esponja?”, teorizaba papá, ya sin que nadie le hiciera caso, seguro de que en la Navidad había visto una sombra sospechosa merodeando cerca de la ventana. “Yo creo que era Santa Clos”, se atrevió a sugerir mi sobrinita con la mejor de las intenciones.
Me dejé arrastrar un tiempo por la estrategia de mi padre. Hasta que una Nochebuena lo escuchamos: unos toquecitos en la puerta en medio de los vientos invernales. Papá la alcanzó en dos enormes pasos y dejó que entrara todo: la helada, la basura que volaba por la calle y al pobre perro que nos pedía dejarlo entrar. Le puse Uchepo por amarillo, y siento que lo mandó mi hermano para suplir el hueco que dejó en nuestra vida. Todavía no logro convencer al viejo de mi teoría.
Así que en mi casa la Navidad se celebra en voz baja, con un perro que a veces aúlla, las luces encendidas y la decoración y la comida y la invitación a las personas de siempre, no importa que cada vez vengan menos, a la espera de que mi padre se rinda y deje de esperar que su hijo regrese, precisamente en la misma fecha y no en otra. Porque así son las tradiciones, y cada familia tiene la suya a pesar de que ya no pueda ser feliz como antes.
Abril Posas (Guadalajara, 1982). Estudió Letras Hispánicas. Escribe, traduce y a veces le pagan por hacer memes. Ha publicado en antologías y revistas, y los libros ‘El triunfo de la memoria’ (2017) y ‘Esto no es una canción de amor’ (2020), en la editorial Paraíso Perdido.
AQ / MCB