Cultura

Barcelona-Ciudad de México: dos ciudades, un camino

Ensayo

Los retos para las urbes catalana y mexicana son grandes y complejos; ambas encarnan dos escalas del tiempo, pero también el mismo “juzgarse tan eternas como el agua y el aire”.

Barcelona tiene mucha historia que le pisen, por siglos parecía estar al borde de una grandeza que escapaba cuando más alcanzable parecía, ora como ciudad romana o medieval, ora como urbe industrial o como capital de las huidizas Repúblicas Catalanas de 1931 y 2017. Pero de llegar, le llegó la añorada grandeza. A partir de 1992, Barcelona devino en trasunto mundial de éxito urbanístico y cultural, como nunca en su historia.

Otra cosa fueron México-Tenochtitlan y la Ciudad de México, de orígenes menos remotos; por ahí del siglo XIV, cuando Barcelona ya había ganado y perdido algunas glorias y era devastada por la peste negra, se funda México Tenochtitlan en un inhóspito islote, exilio obligado de los mexicas rodeados de enemigos; un asentamiento sin esperanza de otra gloria que sobrevivir, pero que a la larga devino en el epicentro de poder en Mesoamérica. Para principios del siglo XVI, la ciudad de la alianza México-Tenochtitlan-Azcapotzalco-Texcoco ya doblaba la población de Barcelona. Y partir de la Conquista, la Ciudad de México encarnó una indisputable grandeza en el Nuevo Mundo que, sin embargo, no concordaba con su perenne estado de inminente hundimiento demográfico y ecológico. En el siglo XVI o en el XVIII, ya se anunciaba el “apocalipsis” de la gran ciudad, porque periódicamente la ciudad era asolada por inundaciones, epidemias, temblores. Durante la sequía y epidemia de 1663, el poeta novohispano Diego de Ribera escribió: “¡O México desdichado! / ¡O débil infausto sitio, / que parece que te hizieron / de los pecados archivo!” (sic). Y en 1985, el año del temblor, Monsiváis veía en la “chilanguería” una especie adaptada para respirar en la atmósfera del apocalipsis. Y hoy, como siempre, la chilanga urbe está al borde del colapso ecológico o de violencia y, todos lo sabemos, cualquier día nos hunde otro terremoto. Está claro: México es muy otra ciudad que Barcelona, porque “Barna”: molt maca, cool, re-chida; la Ciudad de México: dolenta i lletja, de la chingada. Sin embargo, esto poco quiero trasmitirles: Barcelona muestra que, de éxito, ¡ay!, también se va muriendo, sufriendo; y México enseña que, en el apocalipsis, ¡ay!, también se va viviendo y disfrutando. La una tiene algo que aprender de la otra y al revés.

Traigo pegadas al pie ambas ciudades, sobre ambas he gastado mucho guarache y mucha tinta. Viví, caminé, las ruinas de aquella otra Barcelona en blanco y negro con el rostro oteando a “la piel de toro”, a la meseta, y vi nacer a la Barcelona hípster, con la cara al Mediterráneo, a Europa, al mundo. Y de la Ciudad de México he sido irremediablemente una excrecencia más y, como todos, la padezco, la odio, la quiero, huyo y vuelvo. Lo que Josep Maria Fonollosa decía de sí y Barcelona, digo yo de mí y de mi monstruo: “és la ciutat meva i jo l'estimo. Com m'estimo també: sense agradar-me” (es mi ciudad y la quiero. Como me quiero también: sin gustarme)”. Quiero hablar, pues, al alimón de Barna y México, y hacerlo a la luz de lo que hoy vivo en Barcelona, en México, en Chicago. Con esto en mente, intentaré una indebida “catalanada”; es decir, a destiempo le tomaré la palabra a Pere Calders, el escritor catalán exiliado en la Ciudad de México por más de dos décadas.

Hoy, a los perennes problemas y conflictos de Chicago, Barcelona o México, se suma, de maneras y escalas diferentes, una suerte de peligrosa nostalgia por una autenticidad perdida que empieza a expresarse en la Ciudad de México con el odio a los “expats” gringos, a la hipsterización de La Roma y La Condesa. Hoy cuando camino el barrio de Pilsen en Chicago, encuentro las calles vacías, la gente se oculta ante la persecución militar encaminada a acabar con la invasión de identidades alien y un-American. Y en Barcelona cunde el miedo catalán al apocalipsis de su Barcelona, apocalipsis cuyos caballos son “expats”, turistas, inmigrantes ecuatorianos, africanos o chinos que están acabando con la “verdadera” Barcelona. Hace poco Jordi Amat escribió reflexionando sobre la actual Barcelona invadida de Airbnb: “La pregunta es incómoda, pero es obligada: ¿es democrática, una ciudad donde no pueden vivir los que ahí han nacido?” (Les batalles de Bacelona, 2025). Pero, querido Jordi, hace mucho que Barcelona es y no es democrática, es y no es la ciudad donde pueden vivir los que ahí han nacido. En 2011, el escritor barcelonés, de Sant Adrià de Besós, Javier Pérez Andújar capturó como pocos cuan viejo es la sensación de exclusión en Barcelona, que poco tiene que ver con turismo e inmigración: “Nadie pertenece a Barcelona por el mero hecho de vivir en ella, ni siquiera de haber nacido en la ciudad. En Barcelona se está en el cuarto de los invitados durante un par de generaciones, y luego ya se accede al cuarto de servicio. Porque de Barcelona solo se es por familia y por dinero, en riguroso orden. Barcelona es una ciudad muy grande que se ha conformado con algo más de un millón y medio de habitantes y un espacio de cien kilómetros cuadrados” (Paseos con mi madre, 2011). Es decir, Barcelona no es solo Barcelona, sino, como México, es su mancha urbana y su consecuente pero no reconocida “melcocha” humana.

Por eso caigo en la invitación de Calders, un escritor en catalán hoy muy apreciado en Cataluña, pero al que muchos criticaban en México por su indiferencia ante el país que lo recibió —don Pere vivió en la Ciudad de México solo entre catalanes, temeroso de la asimilación, como Joan Deltell, el personaje de la novela de Calders ambientada en capital mexicana, L´ombra de l´atzavara (1963) (La sombra del maguey). Por eso Calders lanzó su invitación: “Muchos catalanes en México se han enfadado conmigo por culpa del tema del agradecimiento. A Barcelona hi viuen uns quants mexicans, correctes i discrets, que ja s’ha vist que no donen cap molèstia... No se me ocurriría jamás esperar que escribieran a casa o en sus diarios y revista afirmando que el Tibidabo los tiene fascinados o que los catalanes son gente estupenda. Creo de todo corazón que la hospitalidad no cabe pagarla así. Antes al contrario: si de verdad nos pudieran ayudar a aclarar qué nos pasa, de qué pie cojeamos, nos harían un gran servicio”. Y yo, don Pere, como historiador, como casi “Xarnego” que “no dona cap molèstia”, y como chilango con experiencia en el manejo de apocalipsis, le tomo la palabra.

Y digo a la Barcelona del meu cor: flojita y cooperando. Su tan trabajado y ansiado éxito a la larga ha producido un gran problema de vivienda, un remaking difícil de aguantar en varias partes de la ciudad. Pero, creo, no hay ninguna Barcelona verdadera y auténtica que defender. Ni las ciudades ni los pueblos son lo mismo por mucho tiempo, las ciudades cambian de piel, de color, de vida, de cara, y no hay nada qué hacer al respecto. La serendipia entre el gobierno del alcalde Pasqual Maragall con sus grandes arquitectos y urbanistas, el pujolismo y la construcción europea, dio origen a un éxito urbano mundial que poco a poco devino en indeseados side effects: el turismo masivo (más de 20 millones en una ciudad de cerca de dos) y, también, una nueva inmigración que da miedo. Y ambos indeseados producen muchos problemas, pero también son inevitables y necesarios, a menos que la nostalgia sea por una Barcelona convertida en un decadente Detroit postindustrial, una Barcelona en ruinas pero auténtica. Entonces sí, ni turistas ni inmigrantes. De cualquier forma, el problema es de escasez y carestía de vivienda o de inflación de precios o de caída demográfica de los catalanes de pura cepa o de viejísima especulación urbana. Y enfrentar estos problemas con argumentos de identidad y autenticidad es como tratar la actual masiva migración de la miseria a la riqueza como un problema de baja autoestima étnica o nacional de los pobres que abandonan sus terruños. Defender una supuesta autenticidad barcelonesa no soluciona ninguno de los problemas de la ciudad, porque ellos mismos son producto del éxito catalán y —como decía un escritor mexicano de la Ciudad de México— Barcelona es “una ciudad donde nadie es inocente”.

El problema viene no solo de las masas de turistas y de inmigrantes que no hablan catalán, sino de los muchos catalanes que pusieron el viejo piso de la difunta abuela o tía en tinglados pre, en y post Airbnb, es cosa de los grandes capitales catalanes que le entraron al gran negocio que es hoy Barcelona, es culpa del envejecimiento que demanda cuidadoras y no hay más que filipinas u hondureñas, alguien ha de hacer esos trabajos y, también, alguien ha de tener los hijos si los catalanes o italianos no están por la labor. Hay que luchar por políticas de vivienda, por regular los espacios y la convivencia, pero nada será como antes, ni tiene que ser. En ello hay, sí, mucho que lamentar, pero Barcelona es mucho más que la ciudad turística, así como México es más que La Condesa y La Roma, y los males de esas colonias no vienen de los de los gringos, sino de los hípsters mexicanos. Barcelona es una ciudad llena de problemas, de desigualdades, pero rica y plena, y ya no será como era, pero también es mucho mejor.

Libros y artículos a diario nos recuerdan el tiempo de los bares regenteados por familias de pueblos catalanas, de una esencia que se ha ido llenando de capaz y capaz de inautenticidad. Poco se dice que en esos esenciales entonces Montjuïc y la playa estaban llenos de “chabolas” con inmigrantes pobrísimos, gitanos de España y Europa, inmigrantes de Murcia. Cuando se quejan de que el Eixample está lleno de Airbnb, de turistas y de cuidadores de viejos, de sirvientas, “paletas”, choferes que no hablan catalán ni semblen catalanes, se olvidan de los altísimos precios de la vivienda del Eixample por décadas, aunque muchos pisos estaban vacíos, eran simplemente parte de especulación urbana, inversión de la burguesía barcelonesa o de las provincias catalanas. Claro, la queja es unánime ante la masa de turistas en la encantadora lógica octagonal de las esquinas del Eixample, pero ¿quién repara en sus pertinaces habitantes, no nacidos en Barcelona, no turistas, sino mujeres y hombres negros que, con un carrito de supermercado, vacían los contenderos de la basura de la opulencia? ¿Dónde vive esa gente? ¿Cuál es su ciudad? ¿Dentro o fuera de la encantadora geometría? Se olvida que Barcelona también era y sigue siendo Sant Andreu, Sant Adrià, L´Hospitalet, Cornellá, La Mina, Sants, el Clot, Horta, Guinardó. Se olvida, sobre todo, que antes y después de 1992 Barcelona obedecía el dictum del bailaor Carrete, citado por Javier Pérez Andújar: “hay tanta mezcla en el mundo que somos anónimos”.

Pero andemos esas dos, Barcelona, Ciudad de México, ciudades que encarnan dos escalas del tiempo, pero también el mismo “juzgarse tan eternas como el agua y el aire.” Siglo I a.c. o siglo XIV, para nacer eternas, tanto da, lo que cuenta es que ninguna de las dos fue ciudad decreto como Washington, Madrid, Lima o Brasilia. Barcelona siempre mar, puerto, Barcino, ciudad romana amurallada, ciudad medieval dos veces más amurallada, ciudad devastada por epidemias. Barcelona, ciudad condal, nunca cabeza de reino o nación-Estado, pero joya de imperios mediterráneos y, casi siempre, verduga y víctima de su recurrente voluntad imperial, ora en su humillación en las guerras de secesión a principios del siglo XVIII, ora con su imperial papel en Cuba y en su ser la Manchester ibérica del siglo XIX, ora en el post-1898 cuando el moderno nacionalismo catalán quiso significar la renovación imperial ibérica con Barcelona a la cabeza.

Joven, imperial, eterna

La Ciudad de México es más joven, pero igualmente eterna y, eso sí, imperial desde su existencia como ciudad-Estado mexica. Fue la más imperial y grande de las urbes del Nuevo Mundo hasta la caída del primer imperio mexicano en 1822. Sede de poderes entre California y Centroamérica, con injerencia en el Caribe, Filipinas, receptora de gente de toda Nueva España, África, China, Iberia toda. Siempre al borde de la ruina por epidemias e inundaciones, pero sin murallas: el agua parecía constituir su defensa, aunque sin grandes enemigos externos, sus retos de sobrevivencia eran internos: epidemias, inundaciones, pleitos entre peninsulares y criollos, entre república de indios y de españoles. Imperial como la que más, pero siempre a la sombra de Sevilla o Madrid. Y a mediados del siglo XIX nuevamente imperial con Maximiliano, otra vez Habsburga, como quería la Barcelona derrotada en el siglo XVIII. Pero ya desde 1821 la Ciudad de México había virado en una capital de una casi no nación; guerras y pronunciamientos arriesgaban su sobrevivencia, aunque nunca su centralidad simbólica. Además, a diferencia de Barcelona, la de México fue una ciudad sin vinculo a un universo como el Mediterráneo, pero un vecino resultó más imperio que fenicios, griegos, romanos, visigodos, aragoneses, castellanos y franceses juntos, y casi la hizo su provincia menor en 1848.

Sin duda entre 1830 y 1930, la Ciudad de México parecía poca cosa frente a Barcelona. De Manuel Payno a Amado Nervo, de Francisco Goita o Diego Rivera a Marte R. Gómez, Barcelona causaba la admiración y envidia mexicanas. Porque a partir de la derriba de sus murallas a mediados del siglo XIX, Barcelona fue una de las ciudades no-capitales nacionales que apersonó la vanguardia urbanística de fines del XIX, ahí Ildelfonso Cerdà y el Eixample, modelo urbanístico mundial, y ahí la ciudad industrial, ciudad de especulación urbana, centro de atracción de la inmigración rural de Cataluña, vanguardia arquitectónica, ciudad burguesa, anarquista, sindicalista, obrera. Como París o Chicago, Barcelona fue una ciudad transformada por enormes planes-celebraciones urbanísticas sustentados por Estados: la Expo 1888 (La Ciudadela y alrededores), Expo 1929 (Montjuïc, Plaza de España), Juegos Olímpicos 1992 y el fracaso —cultural, social, pero no en términos de especulación urbana— del Fórum Universal de las Culturas 2004. México también lo intentó, pero nunca pudo hasta que en 1968 coronó su impresionante transformación urbana de casi tres décadas con los primeros Juegos Olímpicos organizados en la barbarie del mundo. Ahí, la Ciudad de México, la muy antigua y muy moderna, salió del armario al mundo.

Pero antes, al mismo tiempo que Barcelona, la Ciudad de México vivió su gran transformación urbana moderna con sus Eixamples —Cuauhtémoc, Juárez, Roma, Hipódromo Condesa— y su especulación urbana, incipiente industrialización, ferrocarriles, electrificación, higiene… Pero no a la escala de Barcelona. La Ciudad de México porfiriana, como Barcelona a fines de siglo XIX, clamaba un indiscutible éxito urbano, pero el éxito de México se asumía solo nacional, atrás quedaban sus ambiciones imperiales, ni siquiera lograba atraer la inmigración que esperaba, en tanto Barcelona se volvía ciudad de inmigrantes vinculada a Cuba y el tardío imperio. Durante la Revolución, la Ciudad de México fue odiada por difícil de conquistar, por burguesa y “amariconada”, y sufre la invasión de todos, y al final conquista a las élites norteñas revolucionarias que solo hicieron la capital más importante y grande. En la Guerra Civil, Barcelona fue la reserva territorial de la República hasta al final, y campo de batalla de todos contra todos, nacionales contra la República, anarquistas contra comunistas, catalanistas contra nacionales y republicanos. Luego la gran emigración andaluza, murciana, de todos lados. Siguió la eterna noche franquista, la Barcelona gris, pero industrial y próspera. Entonces, desde el exilio, Joan Sales o Joan Coromines sostenían que el franquismo estaba embarcado en un proceso de sustitución: murcianos y andaluces por catalanes. Lo mismo se dice hoy de ecuatorianos, marroquís y el islam —y se dice más despreocupadamente a partir del auge de Aliança Catalana. Porque desde fines de la década de 1980, con las Olimpiadas en la cabeza, Barcelona viró en gran capital europea, en un exitoso ejemplo de remaking urbano, pero sin dejar de ser lo que siempre ha sido: ciudad— ergo eso humano donde “hay tanta mezcla … que somos anónimos”.

Sin embargo, ni después de los Juegos Olímpicos de 1992, Barcelona se embarcó en las de la Ciudad de México: la megalópolis, antidemocrática, pero capital y expresión de un Estado de bienestar autoritario. Pero México, a pesar de su población indígena, de la larga prosperidad y luego absorción de sus parcialidades indígenas y alrededores, nunca enfrentó un “hecho diferencial nacional” que reivindicara la ciudad como su capital, contra la del Estado-nación México. Sin otra existencia que la urbana, proletaria, naca, pobre, desigual, anónima y jaladora, para la década de 1950 la Ciudad de México recobró algo de imperio cultural en el mundo, vía su conexión con Estados Unidos que promovió el renacimiento artístico mexicano en el mundo —Siqueiros, Riveras, Orozcos o Kahlos en México o en Nueva York, Detroit o San Francisco. Logros tan grandiosos como encarceladores para una imagen nacional, como Gaudí para Barcelona. Y mientras Madrid o Barcelona parecían sumidos en el nacionalcatolicismo, la Ciudad de México devenía culturalmente imperial en el mundo de habla hispana con su industria de radio y cine. El músico catalán Jaime Nunó nos hizo la música del himno nacional, y el noucentista catalán Antoni Fabrés educó a Diego Rivera en la academia de San Carlos, pero ninguno de esos maestros imaginó el poder cultural que para mediados de la década de 1950 emanaría de la Ciudad de México. Josep Renau, Carles Fontserè, Josep Bartoli, Manuel Fontanals, Max Aub o una familia hija de valenciana y gallego, los hermanos Soler, le entraron desde México a ese mundial momento cultural de cara mexicana, tanto como Juan O´Gorman reparó en Gaudí y metió mosaicos en la arquitectura del Anahuacalli o de la Biblioteca de Ciudad Universitaria.

Pero alrededor de 1940, la desmedida, caótica expansión de la ciudad de campesinos, la de “los hijos de Sánchez”, había dejado atrás a Barcelona, en tamaño, importancia, población, riqueza y pobreza, pero no urbanísticamente. La Ciudad México viró en un error histórico, no una ciudad sino una megalópolis tercermundista, una mancha urbana, algo insólito, indebido, imposible de creer. Y, sin embargo, fue y es un éxito económico y cultural sin precedente, y violencia, caos y destrucción ecológica. Las viejas colonias porfiristas, Juárez, Cuauhtémoc, Roma, Condesa, sufrieron varias metamorfosis entre 1940 y hoy. La Juárez viró en Zona Rosa, barrio hípster de la bohemia fresa de los cincuenta, barrio gay clandestino y luego barrio orgullosamente puto, pero ya no hípster, ni de Carlos Fuentes ni de José Luis Cuevas. La Roma y Condesa se proletarizaron por unas décadas, llenas de inmigrantes del interior, de prostíbulos. Algunos exiliados españoles vivieron en esas colonias, y en la Escandón, hoy en proceso de gentrificación. El segundo barrio judío de clase media fue La Condesa, y luego La Roma o La Condesa robaron a Coyoacán el rango de hipsterdom chilango, y se llenaron de extranjeros a fines del siglo XX. En el camino esas colonias acabaron en ruinas con el temblor de 1985, y otra vez renacieron en su hipsterismo y se llenaron de “expats” y gringos, y no hace mucho la gente protestaba con violencia: gringos go home. Pero claro, el tamaño descomunal de la Ciudad de México relativiza cualquier cosa. Polanco puede hacer de la vieja colonia proletaria Granada un “Nuevo Polanco”, pero la barbarie de la cercana Pensil, de Tacuba son un-grentifiable. Barcelona es pequeña, máximo tres horas de caminata de montaña a mar, o del río Besós al Llobregat. Pero también Barcelona es más que su Disneylandia.

Hace casi tres décadas, en los alrededores del Arc de Triomf, el éxito post-1992 ya se proletarizaba, ahí frente a la vieja Escola Pere Vila, en las cercanías del barrio de Sant Pere y del Carrer Comerç, el que va a dar al Borne disputado por el independentismo y los turistas. Por un tiempo, ahí se materializaron las contraindicaciones de la Barcelona olímpica, eran rumbos de inmigrantes, de merengue a todo lo que da por el Sant Pere Més Alt. Se veían jóvenes pakistanís jugando al críquet al lado de los viejos y su petanca entre la herrería noucentista del Passeig de Lluís Companys. Y en la “esquina de oro”, la de los lujosos edificios que la burguesía catalana construyó al iniciarse el levantamiento del Eixample (esquina del Carrer de Trafalgar y Passeig de Sant Joan), estaba el bar Lleida, barrial y de gente de paso camino a la Estació del Nord. El Lleida ahora es regenteado por inmigrantes chinos, que atienden en mal inglés o español a los millones de turistas, y los barcelonenses “auténticos” se quejan de que ya no pueden pedir un café amb llet en catalán. Ya no llaman la atención los edificios de esa esquina, los turistas pasan, y venga clic, clic, clic debajo del Arc de Triomf, y venga selfies con La Ciudadela o con el Arc y Sant Joan atrás, y hordas suben y bajan de La Ciudadela a La Sagrada Familia. Pero los turistas ¿a quién le robaron el espacio, a los pauperizados habitantes obreros de la zona, a los pequeños comerciantes de bragas y sostenes que por un tiempo dominaban en Sant Pere, a los dominicanos que fueron expulsados por el hipsterismo que hoy reina en la zona, a la burguesía catalana de la esquina de oro? Y ¿fueron los turistas o fueron los dueños de los pisos que vieron la oportunidad de librarse de tanta gentuza, o fue el ayuntamiento que propició el corredor turístico del Palau de la Música al Arc de Triomf, incluyendo el escándalo de hoteles al lado del Palau?

En Barcelona hay que subir, el esfuerzo físico hace que lo muscular triunfe sobre lo identitario y lo político. Yo subo más allá del Hospital de Sant Pau, y la ciudad va quedando abajo, poco a poco la ciudad Disneylandia va dando lugar a barrios y barrios de trabajadores, de gente que “se la lava la carita con saliva”. Al Carrer d'Almílcar, a la pequeña, poco pretenciosa, Plaça Catalana, no llega la gentrificación. Ahí no hay banderas, se quedaron en el Eixample. En la Plaça Catalana, la ciudad es, como el Borinquén de don Pedro Flores, “preciosa” sin banderas, “sin lauros ni gloria”. Esa plaza es la sede de no sé qué tanta ocurrencia mía que quedó tan anónima como la plaza misma. Para casi todo, el anonimato es mejor casa. Sigue la subida hasta el Laberint d'Horta. Andar Almílcar es, de alguna forma regresar a México, porque por ahí llego al viejo proyecto de habitación obrera de Vila-seca, casitas de un solo piso, con sus portales abiertos, la gente en la calle, sillas en la acera, como en mi Piedrita (La Piedad, Michoacán). Niños jugando, gente echándole mecánica al auto, conversando en los quicios de las puertas, mientras una mujer sale en bata de dormir a comprar un yogur en la tienda de la esquina.

En suma, estas mis dos ciudades son cada una muy ella, pero ojalá aprendieran una de la otra. Ya quisiera México volver a tener grandes urbanistas y un éxito urbano y mundial como el de Barcelona; y ya quisiera Barcelona tener el desempacho y la adaptabilidad de la Ciudad de México donde, por más que hípsters y mareas negras se empeñen, no hay pureza ni se le espera. Los retos para Barcelona —vivienda, corrupción, inmigración, especulación— o para México —devastación ecológica, corrupción, especulación urbana, desigualdad, crimen, populismo— son grandes y complejos y nada tiene en verdad solución absoluta. Las ciudades siempre son la suma de unintended consequences de soluciones que apaciguan un problema y crean tres más. Y así van tirando. Pero, en el mundo que vamos viviendo no promete nada bueno asumir estos retos con nostalgia identitaria, ni en Barcelona, ni en México, ni en Chicago. Se que lo que digo es blasfemia y es impracticable —las clientelas emocionales necesarias en la política Instagram no se obtienen desnudándose de vanaglorias identitarias—, pero créanme: la nostalgia identitaria no trae nada bueno, ni siempre fue así, ni será así en el futuro. Antes que para ser, las ciudades son para estar, y con la resignación del poeta Martí Roselló, “Humilment us ho dic: ser massa català em fa tanta / Mandra! / I ser ni poc ni gaire una altra cosa/ que tingui un altre nom se´m fa tan débil!” —traducido al mexicano: Humildemente se los digo: ser muy catalán me da ¡muucha hueva! Y ser ni poco ni mucha otra cosa que lleve otro nombre ¡se me hace tan débil!”

AQ / MCB

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