Cultura

Gloria Contreras: determinación en cada paso de baile

Homenaje

La fundadora del Taller Coreográfico de la UNAM no se dejó limitar por la maternidad, la epilepsia o los obstáculos de un arte tan demandante como la danza. En su vida como en el escenario, nunca dejó de moverse.

Para la Ofrenda de Muertos de este año en que la bailarina y coreógrafa Gloria Contreras (1934-2015) cumplió su décimo aniversario luctuoso el 25 de noviembre, su hijo Gregorio Luke había escogido un retrato en blanco y negro donde ella está de perfil, el pelo lacio recogido en un chonguito. Sólo ella sabe qué mira, qué piensa, qué la hace sonreír levemente.

La acompañaban calaveritas de azúcar, mariposas artesanales y flores de cempasúchil, pero sobre todo sus zapatillas de ballet, gastadas las puntas por el uso. Junto a ella, colocó la foto de sus papás: Gregorio Contreras y Carmen Roeniger. Están ahí como siempre lo estuvieron en vida. Gloria describía a su padre como un sol que irradiaba amor, un hombre que quiso ser músico y al que obligaron a estudiar Derecho y ejercer la abogacía. A su madre, de origen alemán, le debía la disciplina y la determinación con la que dio cada paso, ya fuera para andar o para volverlo un pas de chat.

La vocación de Gloria Contreras se dejó sentir con absoluta precocidad: a los tres años ella misma prendía la radio y se ponía a bailar, improvisando. Poco después elegía entre los discos de 78 revoluciones la música que más le gustaba. Tenía predilección por Bach, por Mozart y Debussy. Los escuchaba con todo el cuerpo para traducirlos en movimiento. Ponía mucha atención a su padre cuando cada noche éste leía a Cervantes, a Quevedo y a Shakespeare en voz alta.

A los siete años la llevaron al circo que se instaló muy cerca de donde vivían, en la colonia Guadalupe Inn. Miró el trabajo de la bailarina y consideró que ella se desempeñaba mucho mejor. Fue a hablar con el responsable del circo, el payaso Tataí. Le dijo que quería incorporarse y bailar en su compañía circense. Él le dio cita para el día siguiente, a las seis de la mañana. Gloria llegó muy puntual con su maleta en la mano, pero el circo había levantado la carpa y se había ido. Ella se puso a llorar. Muchos años después todavía lo contaba con lágrimas en los ojos.

Cursaba la primaria cuando tuvo un ataque epiléptico. Las primeras crisis fueron “leves”; después fue imposible ocultarlas y se mantuvieron a lo largo de dos décadas.

Tenía trece años cuando llegó al estudio de la francesa Nelsy Dambré, bailarina y coreógrafa, considerada la formadora de la primera generación de bailarines clásicos mexicanos. Gloria se había puesto unos shorts y amarrado las zapatillas con el nudo enfrente. Madame la miró y secamente le dijo: “Torpe, inútil. No sirves para nada. Ve al final de la fila”. Otra niña se hubiera ido; ella se quedó, empeñada en aprender.

Cita Mitchell Snow en Movimiento, ritmo y música: Una biografía de Gloria Contreras: “Desde la primera vez que la conocí, supe que era una verdadera profesional cuya intención no era enseñar a las jovencitas a ser elegantes o graciosas; Madame enseñaba a sus alumnas a ser bailarinas profesionales. La actitud de Madame hacia mí empezó a cambiar porque yo era tenaz y obsesiva”.

Que Gloria bailara en las fiestas de la escuela no planteaba ningún problema familiar. El que se quisiera profesionalizar provocó el primer gran enfrentamiento con su padre. Él no iba a permitir que una de sus hijas se convirtiera en “teatrera”, como quien dice en una mujer pública. Decidió llevarse a su familia a un rancho que tenían en Pichucalco, Chiapas. Gloria se negó a ir. Cuando debutó en la compañía de Madame Dambré, estaba sola. Nadie de su familia asistió a su estreno en el que bailaron también Laura Urdapilleta, Nellie Happee y Lupe Serrano. Todas ellas futuras grandes.

Seis meses después Gregorio Contreras buscó a su hija para decirle: “Has probado tu vocación; ¡ahora, adelante!”. El primer obstáculo estaba saltado. Vendrían los siguientes: una caída durante unos ejercicios de calentamiento que le causó múltiples fracturas en el pie. El uso de muletas la alejó de la danza por casi un año, no así del estudio.

Conoció al pintor Enrique Echeverría, integrante de la generación de la Ruptura. Se hicieron novios. Él le descubrió las cartas de Vincent Van Gogh al tiempo que le escribía a ella unas preciosas. Hablan del nacionalismo, de la oposición entre la Escuela Mexicana de Pintura y el arte abstracto. Gloria posó para un retrato en 1954. Es el personaje del cuadro La joven y las brujas de 1955. Echeverría la plasmó delicada y luminosa rodeada de mujeres siniestras. La vocación de cada uno fue más fuerte que su amor.

Gloria había decidido viajar, abrir sus horizontes. Trabajó un tiempo en Canadá antes de hacerlo en Nueva York al lado de George Balanchine, ese maestro y coreógrafo, quien tendió un puente entre el Ballet clásico y el moderno, y que visionariamente dijo de ella que sería “la coreógrafa de su generación”. En la ofrenda de Gregorio Luke a su madre no hubo referencia visible a Balanchine, salvo quizás por una escultura que representa a una bailarina delgada, delgadísima.

Él le dio algunos consejos:

“La música es el corazón de la danza, no uses sólo la melodía, busca la estructura”.

“La danza debe ser pintura y escultura en movimiento”.

“Piensa en el público. Dales obras que los beneficien”.

“Crea y tira”.

“No tienes que vender nada”.

“El triunfo está en el conocimiento, no en el dinero. Pero hay que entender el valor del dinero”.

“No escuches los aplausos ni los insultos. Los críticos tienen que comer, pero tú no tienes que leerlos”.

Todo ello sirvió mucho a Gloria, bien pertrechada con el bagaje cultural recibido desde casa y que acrecentó su interés por todo. Sin embargo, Contreras no era una alumna pasiva. Balanchine puso de moda los bailarines “con cuerpos como espina”. A Gloria le parecía abominable que se viera en el peso o en la blancura de la piel la belleza de una persona.

Los ataques de epilepsia no le daban tregua, Los médicos le aconsejaron retirarse a vivir tranquilamente. Ella volvió a México sintiéndose humillada, derrotada: la enfermedad le había ganado. Después de un mes de verla tristear en el rancho de la familia en Chiapas su padre llegó con un boleto de avión para Nueva York. Era un boleto de ida, nada más. Amorosamente le dijo: “Si vas a vivir poco tiempo, vive luchando, vive haciendo lo que tú quieras”.

El regreso a Nueva York no fue fácil. Gloria colaboró en algunas revistas y periódicos. Sus reflexiones y estados de ánimo quedaron plasmados en el libro Diario de una bailarina donde habla de la soledad, del frío, de la falta de dinero y también del espejo que le reflejó un error imperdonable a su consideración.

Para animarla, su padre le envió un disco de música mexicana. Eran tiempos de los L.P. De un lado estaba Mercados de Blas Galindo y del otro, Huapango de José Pablo Moncayo. En dos semanas ella montó unas coreografías que mostró a Balanchine.

Huapango se estrenó en Nueva York en 1958 y en febrero de 1959 en México. Al decir de Gregorio Luke en esta obra Gloria puso en práctica mucho de lo hablado con Enrique Echeverría: “Aquí ella define a México en términos de su música, de su espíritu. Huapango se ha vuelto sinónimo de México en el mundo del ballet. No hay escenografía, sólo un ciclorama de luz azul. Es una obra claramente mexicana, pero es un tipo de mexicanidad que no acude a los recursos obvios. Ninguno de los cuatro bailarines usa rebozo. Los huaraches se sustituyeron por zapatillas”.

La obra no dejó a nadie indiferente. Unos la aplaudieron mientras otros la abucheaban. Gloria siguió el consejo de no escuchar elogios ni insultos.

A la epilepsia se sumaron vértigos. Louis Luke, corredor de autos, le aconsejó que usara una pulsera donde estuvieran los datos de él por si algo sucedía. Tiempo después se casaron y ella quedó embarazada. Tenía varicela.

Gregorio Luke es promotor del arte y la cultura mexicana. Ha dado más de mil conferencias en México, Estados Unidos y Europa. Fue director del Museo de Arte Latinoamericano en California y agregado cultural del Consulado de México en Washington D.C., fungió como jefe de promoción y prensa del Taller Coreográfico de la UNAM. Él afirma: “Mi mamá tenía todas las razones profesionales para no tenerme porque a principios de los años sesenta las bailarinas que se embarazaban tenían que renunciar a su carrera y, por otro lado, estaba la justificación médica: este niño no va a nacer bien porque tienes varicela. Ella decidió tenerme y después a mi hermana Lorena. Pudo habernos mandado a que nos cuidara nuestra abuela y no lo hizo. Pudo haber renunciado a su carrera y dedicarse a cuidar a los niños y no hizo. Nos tuvo y siguió su carrera. Ella pensaba que la maternidad, al abrir el cuerpo, lo relaja, que si tú entrenas de inmediato puedes incluso adquirir una mayor flexibilidad que la que tenías. Ella decía que la maternidad la había ayudado como bailarina y como coreógrafa y la desarrolló emocionalmente”.

Gloria inculcó a sus hijos el gusto por la lectura. Gregorio recuerda cómo ella se daba tiempo para leerle todos los días las aventuras de Winnie the Pooh en inglés para que aprendiera el idioma, pero después pasó a Julio Verne, García Márquez, Vargas Llosa y Borges.

En la ofrenda Luke había puesto el libro favorito de Gloria, Rayuela, una biografía de Isadora Duncan y otra del Che Guevara, las Meditaciones de Marco Aurelio, el Diario de Ana Frank y también la película de Kubrick, Odisea 2001.

Cuenta Luke: “Era octubre de 1968, Gloria viajaba en el metro de Nueva York, adelante un pasajero leía un periódico con un encabezado atroz: Massacre in Mexico. Ella estaba montando Opus 32 que se volvió una representación de lo ocurrido en Tlatelolco. La realidad se colaba en su vida, en su obra. México la llamaba”.

En 1970 creó el Taller Coreográfico de la UNAM. En un principio el proyecto fue rechazado. Gracias a los buenos oficios del director de orquesta Eduardo Mata se le dio el “sí”. Era apenas el inicio. Había que crearlo todo. Elegir a los bailarines, incluso terminar de formarlos, crear un público. Luke recuerda haber repartido miles de volantes invitando a los estudiantes y al público en general a las funciones de los viernes y los domingos al Auditorio de la Facultad de Arquitectura y luego a la sala Miguel Covarrubias, de haber interrumpido clases para salonear, de explicarle a la gente que el TCUNAM cambiaba el repertorio cada semana para que tuviera chiste irlo a ver cada ocho días. Al rato, como jefe de prensa, hacía los boletines.

“Ella no entendía que una compañía trabajara durante cinco o seis meses para dar unas cuantas funciones dos fines de semana seguidos y luego desaparecer por otros meses”, explica Luke. “Había que ser constante. Gloria creó más de 193 obras para el Taller Coreográfico. Están representados los clásicos como Guillaume de Machaut con su música del siglo XIV, pero también hay mambos, y danzones, Elvis Presley, los Beatles y Led Zeppelin. Tenía gustos muy amplios y diversos. Planeaba hacer un dueto para representar la Triste Canción de Amor de Álex Lora. Pero Gloria también entendía que una obra como Romeo y Julieta no sólo representa el conflicto entre dos familias: puede serlo entre dos naciones como Palestina e Israel. Aunque nunca se propuso hacer una obra con un contenido político específico”.

En la ofrenda no se colocaron premios ni reconocimientos, pero Gloria Contreras fue miembro de número en la Academia de Artes de México desde 2003 y del Consejo Internacional de Danza de la UNESCO, Medalla “Una vida en la Danza” en 1985 y 1989, Premio Universidad Nacional en el área de creación artística y extensión de la cultural otorgado por la UNAM en 1995, Premio Guillermina Bravo en el 2002 y Premio Nacional de Ciencias y Artes en el 2005.

El Taller Coreográfico de la UNAM, que acaba de cumplir 55 años, ha sobrevivido una década sin su fundadora, pero el recuerdo de Gloria Contreras es una mariposa que no deja de revolotear.

AQ / MCB

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