Yo no quisiera terminar el año sin despedirme aquí de Gabriel Ramírez Aznar, a quien tuve la suerte de conocer desde niña. Sé que ya en Laberinto Ricardo E. Tatto hizo una glosa magnífica del gran pintor a la hora de su fallecimiento el pasado octubre, ese octubre doloroso que se llevó a tanta gente querida, pero debo decir que en todas las casas en las que he vivido y vivo aún me han recibido siempre los cuadros de Gabriel como un paisaje y un mundo que habitar, y que ahora mismo me llaman a evocarlo. Desde que mi padre me regaló un cuadro de Gabriel a los 18 años, un cuadro pequeño, verde y jubiloso que me ha acompañado siempre, hasta otros que heredé e incluso uno que él me envió hace unos años por un texto que escribí.
Veo los cuadros de Gabriel y pienso que el año próximo, si voy a Mérida, ya no podré ir a comer con él y conversar con un tequila de cosas pasadas y presentes: sobre mi padre del que fue gran amigo y cómplice apasionado desde que se conocieron y convivieron en el grupo Nuevo Cine (ese gusto por reunir filmografías en las que no faltara ningún nombre por estrambótico y mínimo que fuera; los veía intercambiar datos con un gusto coleccionista, guiados por el sano y liberador placer del juego compartido), hasta el final en que Gabriel venció su aversión a los viajes para ir a despedirse de papá a Guadalajara; sobre la casa en la García Ginerés a la que de jóvenes, casi niña en mi caso, íbamos con mis padres a visitarlo con su familia. Gabriel rodeado por una alegre jauría de perros multicolores que nos salía a recibir para llevarnos a tomar un soldadito de chocolate y una campechana. Gabriel pintando y escuchando música clásica, con su fabulosa biblioteca de pintores, escritores, músicos, el edén del arte.
Así como en sus pinturas coloridas, explosivas, muchas veces torturadas, Gabriel expresaba sus obsesiones más personales, también en sus espléndidos dibujos ejerció un diálogo con las figuras que nutrieron su obra. Retratos de músicos, escritores, pintores, cineastas, que reunió en varios libros y poblaron un mundo riquísimo y vital. Siempre me impresionaron aquellas líneas que surgían diestras y nerviosas de su mano, como si fueran parte de una misteriosa escritura, y que terminaban formando el rostro y el mundo de un cineasta, un músico, una actriz. Era la letra de un escritor que pinta o el grafismo de un pintor que escribe, como dijo José de la Colina.
Si pienso en Gabriel, en su obra extensa y rica, apasionada, una obra que literalmente se comía el mundo, la palabra que viene a mi mente es libertad, la libertad de quien explora sin eludir los desasosiegos del hallazgo. Un ejemplo que voy a extrañar.
AQ / MCB