A cien kilómetros de la Ciudad de México, una antigua hacienda azucarera rodeada de vegetación y pozas termales atrae cada fin de semana a cientos de familias. Pocos saben que ese lugar —hoy convertido en el parque acuático Ex Hacienda Temixco— funcionó durante la Segunda Guerra Mundial como un campo de concentración para personas de origen japonés. Cerca de seiscientas fueron concentradas allí por decisión del gobierno mexicano, que respondía entonces a una petición directa de Washington tras el ataque a Pearl Harbor.
De se episodio, casi ausente de la memoria colectiva, se ocupa Ricardo Sheffield en uno de los capítulos de El país de enfrente.
Abogado, escritor y actual Senador de la República, Sheffield sugiere algo que parece contrario a la intuición: que México y Japón, separados por el océano más vasto del planeta, comparten una hermandad profunda que trasciende geografías y lenguas.
"La mayoría piensa en el 'lejano oriente' como si Japón estuviera tan lejos que desde allá dejan salir el sol por la mañana", reflexiona. "Pero en realidad nunca ha estado tan lejos".
La tesis de Sheffield —que en 2023 recibió la Orden del Sol Naciente, la máxima condecoración que el gobierno japonés otorga a un extranjero— se remonta hasta el Neolítico.
México y Japón comparten una característica única: ambos poseen culturas madre ricas y profundamente arraigadas en sus tierras.
La Jōmon en el archipiélago nipón, la olmeca en Mesoamérica. Una desarrolló piezas de barro impresionantes, delicadas y ornamentadas. La otra esculpió monumentos colosales en roca, figuras imponentes que parecen desafiar al tiempo. A pesar de trabajar con materiales opuestos, existe un lazo que las conecta: "No todos los países pueden presumir de tener una cultura madre", explica Sheffield. "Este hecho ya nos reduce a un selecto grupo de naciones".
El paralelismo se extiende a la estructura social. "En la Edad Media —alta y baja— tanto en México como en Japón encontramos un mosaico de distintos pueblos, clanes, etnias, gobernados por líderes guerreros. Esa estructura social tampoco era común en el mundo entero", explica Sheffield."En México, por ejemplo, teníamos a los tlahtoque. En Japón estaban los shōgunes".
La convergencia no es fortuita: "Puedes percibir no una similitud clara, pero sí una estructuración que provoca coincidencias. Aunque no compartimos el mismo idioma —ya que lingüísticamente estamos más separados que por el océano Pacífico—, en lo social y estructural somos sorprendentemente más parecidos de lo que parece a simple vista". Sin embargo, ambos sistemas se encontraron en el siglo XIX, cuando un presidente militar, Porfirio Díaz, y un emperador bajo la influencia del shogunato firmaron el primer tratado de igualdad entre ambas naciones.
Era el año 1888. "El tratado de igualdad, suscrito entre Díaz y un emperador completamente bajo la influencia del shōgun militar de Tokio, es un testamento de esa época. Las mentes políticas y administrativas de ambas naciones encontraron un terreno común en sus respectivas esferas de poder", relata Sheffield.
El gesto fue extraordinario. El gobierno nipón eligió sellar la amistad de manera tangible y simbólica. El mensaje era inequívoco: Japón consideraba a México un igual, un socio digno de respeto y deferencia.
"Japón le da tanta importancia a ese tratado que le regala a México un terreno para su embajada, entre el Palacio Legislativo y el Palacio del Emperador. Un terreno que era parte de los jardines imperiales. No hay otro país que tenga una situación así. Y en Japón, donde la tierra se valora tanto, eso es significativo".
Ese tratado abrió la puerta a la primera migración japonesa organizada hacia México: la colonia Enomoto, en Chiapas. Fue un experimento fallido. Los colonos, acostumbrados al clima templado de Japón, no resistieron las enfermedades tropicales. Algunos murieron por ataques de lagartos, otros por patógenos transmitidos por insectos. La mayoría nunca regresó a casa.
"Hoy hay descendientes de aquella colonia, ya con varias generaciones en México", explica Sheffield.
Pero la hermandad no estuvo exenta episodios oscuros que la historia oficial prefiere mantener bajo la alfombra. Sheffield se detiene largo rato en ese momento vergonzoso: la Segunda Guerra Mundial. En ese entonces, el gobierno de México, presionado por Estados Unidos, había confinado y despojado de sus bienes a cientos de familias japonesas. "Cuando los metimos ahí, les quitamos todo", repite Sheffield. "Y cuando terminó la guerra y los dejamos salir, no les devolvimos nada. Su pérdida fue absoluta".
Sheffield, sin embargo, encuentra en este pasaje una grieta luminosa. "Lo impresionante", dice, "es la resiliencia compartida". Porque ahí, en las ruinas de Temixco, los exiliados japoneses —despojados, humillados, transformados en imágenes fantasmales de sí mismos— comenzaron a reconstruirse. Usaron los materiales de la derrota: disciplina, silencio, una obstinación férrea y casi marcial por rehacerse. "El pueblo japonés nunca se rinde", asegura Sheffield. "Y el mexicano, tampoco".
Tras el fin de la guerra, el gobierno mexicano buscó restablecer las relaciones diplomáticas y volvió a mirar a Japón como a un igual.
Una reconciliación nada trivial. Sheffield relata cómo, en los meses siguientes al fin de la guerra, diplomáticos mexicanos trabajaron codo a codo con sus pares japoneses para restablecer canales comerciales y culturales.
"En Japón, el episodio del campo de concentración mexicano es una herida abierta. Se estudia en las escuelas. En México, nadie lo recuerda. Pero esa amnesia nos hace más parecidos de lo que pensamos: ambos pueblos son expertos en olvidar lo que les duele".
La reconciliación fue notable. "Fuimos el primer país en establecer relaciones de igualdad con Japón… y también el primero en acompañarlo en la reconstrucción".
En esa reconstrucción participaron figuras clave de la cultura mexicana. "Ya en los años 50 y 60, Octavio Paz empieza a tener un papel activo como parte del cuerpo diplomático en Japón", recuerda Sheffield. Pero fue la llegada de la industria automotriz japonesa lo que transformó la relación en algo cotidiano y visible.
"Creo que todos recordamos que no se podía pensar en un taxi sin pensar en el Tsuru de Nissan", evoca Sheffield. "Hubo un tiempo en que casi todos los taxis del país eran ese modelo, porque fue la primera empresa que empezó a fabricar automóviles en México. Después vinieron Mazda, Toyota… y hoy prácticamente todas están presentes en el país. Pero no solo están las armadoras. Hay cientos de empresas de autopartes que son realmente la columna vertebral de esta industria".
La influencia va más allá de lo económico. "Hoy en día, en todo México se encuentra sushi con chile. Estimo que la población urbana —que ya representa casi el 80 por ciento del país— consume sushi al menos una vez por semana", señala Sheffield. Y esto no se trata solo de adaptación, sino de una transformación mutua. "Si visitas Tokio o Hiroshima, verás sushi 'mexicanizado'. Les gusta añadir jalapeño al tonkatsu y dejarlo marinar durante la noche para que adquiera ese saborcito picante. Lo venden así, como sushi con un toque mexicano".
Esta fusión ha dado lugar a productos únicos: "Esto es otra prueba de cómo la cultura japonesa no solo se ha adaptado en México, sino que también ha sido transformada desde aquí", explica. "De esa interacción cultural han nacido productos que ya no son ni completamente japoneses ni mexicanos, sino méxico-japoneses. Como el chamoy. O los conocidos cacahuates japoneses. Y ahora, por ejemplo, la producción de cómics y caricaturas en México está mucho más influida por el manga japonés que por el cómic estadounidense".
Sheffield vive esta realidad de cerca. En León, Guanajuato —hoy el mayor asentamiento japonés del país— tiene vecinos nipones. "Muchos ya hablan bastante bien español. Yo, en lo personal, no puedo presumir de hablar japonés ni tantito", admite. "Pero en León es cotidiano encontrar esa convivencia".
El libro aparece en un momento peculiar. Donald Trump ha vuelto a la presidencia de Estados Unidos, y su regreso ha acarreado amenazas comerciales que han puesto en jaque, entre otras, a la industria automotriz. "Otra vez estamos de la mano, padeciéndolo. Porque a la industria que más se le está satanizando y limitando es a la automotriz, que es precisamente el vínculo económico principal entre México y Japón", abunda el Senador. "Tenemos que afrontar esto de manera conjunta. Pero también, ahí está esa historia de resiliencia tan parecida, que es la línea conductora del libro. Y creo que es justamente esa resiliencia la que nos sacará adelante de este nuevo reto".
"El país de enfrente es un libro accesible: no es pretencioso, es fácil de leer, ameno", explica Sheffield. Pero detrás de esa aparente sencillez se esconden algunas lecciones valiosas: que la geografía no determina los vínculos profundos entre los pueblos, que la hermandad auténtica se forja en la adversidad compartida y que los países más parecidos no siempre son los más cercanos.
ÁSS