Cultura

Guillermo Arriaga: “Cada libro es un precipicio”

Entrevista

En 'El hombre', el escritor y guionista mexicano construye una historia con seis voces narrativas, a medio camino entre el 'western' histórico, la reflexión política y la épica fronteriza.

Guillermo Arriaga es autor de grandes novelas, pero también de novelas grandes. Rara vez sus libros tienen menos de 600 páginas. De manera apropiada, la editora Mayra González ha atinado a bromear con él: “Tus lectores se sentirían muy decepcionados si escribieras novelas cortas”.

El tamaño de los libros de Arriaga es proporcional a las multitudes que los consumen. Los lectores parecen sugerir que una novela suya solo tiene sentido si su extensión se puede medir en libras y no en páginas. Para el escritor, sin embargo, el pacto con la longitud no depende de las expectativas sino de las demandas de la historia misma.

El guionista que ha convertido la narrativa fragmentaria en su sello personal sostiene que su actividad creativa no es premeditada. Al comenzar una historia, desconoce el desenlace y los pasos que guiarán a sus personajes. Desarrolla sus historias en gerundio. Es decir, escribiendo.

El hombre, su novela más reciente (cuya primera edición, por cierto, se agotó en la preventa), obedece a esa lógica. Hace 25 años, Arriaga quiso darle forma de guion cinematográfico, pero la historia exigía otra forma de contar.

La trama gira en torno a Henry Lloyd, un personaje que, a mediados del siglo XIX, amasó su fortuna a golpe de invasiones, saqueos y discursos sobre el progreso. Padre de dos hijos mulatos y arquitecto de un imperio al sur de la frontera, Lloyd establece sus dominios con una amalgama de carisma y crueldad. Su única amenaza real es Jack Barley, su Némesis, cuya sola presencia desestabiliza el relato fundacional del poder.

Narrada a seis voces —cada una con su propia sintaxis, su temporalidad y sus matices—, El hombre explora las semillas del capitalismo, la fundación de Estados Unidos como potencia, la pérdida del territorio mexicano y las guerras entre apaches, texanos y mexicanos.

Conversé con el también autor de Salvar el fuego y El salvaje sobre las historias que se gestan en la mente durante décadas antes de convertirse en escritura y sobre el modo en que una historia concebida hace veinte años termina hablando, sin proponérselo, de los fantasmas del presente.


¿Qué posibilidades te ofrece trabajar con múltiples voces narrativas?

Más que algo que me ofrezca posibilidades, es un requerimiento de la historia. La complejidad de lo que quería contar necesitaba varios puntos de vista, no uno o dos, como lo había pensado en un principio. Lo que sí intenté fue que cada punto de vista tuviera un lenguaje, un vocabulario, una sintaxis y una puntuación distinta.

Cambiar de voz implica una limpieza de paladar. Es como cuando vas a un restaurante y te dan algo para reiniciar el gusto. Para mí era muy difícil cambiar el estado mental de una voz a otra. Cada cuatro o cinco páginas tenía que reiniciar el lenguaje, entender desde qué lugar hablaba cada personaje. Más aún cuando se trata de voces ubicadas en siglos distintos: hay doscientos años de distancia entre unas y otras.

¿Te impusiste alguna regla estilística para cada una, como hiciste en Extrañas, donde evitaste usar palabras que no existieran en la época en que transcurre la historia?

Sí, claro. Por ejemplo, hay un personaje llamado Jeremiah que se niega a hablar porque el idioma de los esclavistas —el inglés— le resulta ofensivo. Todo el mundo cree que es mudo. Pero cuando cumple cien años, decide hablar. Su sintaxis es la de alguien que habla una lengua que no es la suya. Me inspiré en lenguas que colocan el verbo al final, como el alemán. Por ejemplo: nosotros decimos “fuimos a la feria”, pero otros idiomas dirían “a la feria fuimos”. Ese personaje me costó sangre. Literal. Porque cuando pones los verbos al final se puede volver cacofónico. Y evitar la rima no deseada me llevó mucho trabajo.

Hay otro personaje que no utiliza ningún signo de puntuación. Organizar sintácticamente su voz, sin perder al lector, fue complicadísimo. Cada voz tenía un reto y yo debía respetar sus reglas para que fueran fácilmente identificables.

Muchos de tus personajes están marcados por la violencia, por las heridas. Pero también por alguna forma de orfandad. No necesariamente parental: a veces es de identidad, de comunidad, de origen. ¿Qué hay detrás de esa constante en tus historias?

En este libro hay personajes huérfanos porque no saben quiénes son sus padres. Otros porque fueron arrancados de sus tierras y convertidos en esclavos. James, por ejemplo, narra cómo llegaron unos extranjeros a su aldea y se llevaron a los niños para venderlos. Su mayor temor es olvidar su lengua. Dice que el mundo que conoce sólo puede explicarse con su lenguaje.

Pero también se obsesiona con aprender inglés. Él, que fue esclavo, es el que mejor habla inglés. Piensa que la única forma de entender el dominio de los esclavistas es penetrar su lenguaje. En lugar de cantar en el campo, como lo hacían muchos esclavos, él repite palabras en voz alta y se las enseña a los demás.

Hay otro personaje, Rodrigo, que es un ranchero mexicano. Traté de hacerlo hablar como hablan los campesinos de Coahuila, Tamaulipas, Nuevo León. Pero sólo con palabras del siglo XIX. Eso me limitaba, porque hay términos que hoy uso a diario, pero que entonces no existían.

La palabra “viejón”, por ejemplo.

Claro. “Viejón” lo escuché desde la primera vez que fui a Coahuila. Es palabra de campo. Y como la música de banda y los corridos empezaron a usar términos rurales, “viejón” se hizo más común. Pero es muy antigua.

Si bien te guías por la intuición, ¿hay también un proceso de archivo, de documentación rigurosa?

No, casi todo viene de mi experiencia en la vida. En Extrañas sí investigué a fondo, porque sólo usé palabras que existieran antes de 1781. Eso me dio un abanico de posibilidades lingüísticas nuevo. Aprendí cuándo fueron los grandes saltos del español: uno a fines del siglo XVIII, otro en 1830 con la Revolución Industrial, otro en 1875 con los avances científicos.

Esa investigación me dejó palabras que ahora cargo en la cabeza. En El hombre, dos personajes usan el lenguaje de forma muy pulida: James, que ya mencionamos, y Virginia, que fue educada en la tradición del sur de Estados Unidos, donde se hablaba con propiedad. El inglés más elevado es el que usa latín. Cuando estuve con Tommy Lee Jones y sus amigos, que fueron a Harvard, usaban un inglés con abundantes términos que provienen del latín. Decía, por ejemplo, “This work is impeccable”. Ese es el inglés refinado que quise trasladar a la novela.

Imagino que esa dimensión lingüística tendrá un impacto distinto cuando la novela se traduzca al inglés. ¿Crees que cambiará su recepción?

No lo sé. La novela habla de defectos y virtudes de Estados Unidos. Siempre me ha maravillado cómo se convirtió en potencia mundial tan rápido. El producto interno bruto de EU equivale al de toda Europa. Si visitas el desierto texano, te preguntas cómo hicieron un imperio ahí. Hay puro cactus, piedras, tierra seca. ¿Cómo se saca provecho de eso? Texas es la segunda economía más fuerte del país. Si fuera una nación independiente, sería la séptima u octava del mundo. Quise entender cómo ocurrió esa explosión de riqueza, cómo fue posible ese desarrollo. Y eso requiere ver tanto el sistema como al individuo.

Yo vengo del marxismo, pero también me interesa lo que hicieron las personas. Esta novela estudia el sistema y al individuo.

Decías que esta historia te acompaña desde hace décadas. ¿Se transformó su sentido al terminarla en un contexto tan convulso como el actual entre México y Estados Unidos?

Sin planearlo, al final de la novela hay una reflexión política sobre migrantes, ultraderecha, frontera y empresarios. No escribí pensando en el presente. Ya tenía el borrador desde antes. Puedes preguntarle a mis agentes: les hablé de esta historia hace veinticinco años.

Muy pocas novelas han tratado la guerra entre México y EU, o la relación con los apaches. Está la novela de Álvaro Enrigue, Ahora me rindo y eso es todo, pero aparte de esa, son contadas. Yo quise que los personajes hablaran desde el suelo, no desde la teoría: ¿cómo se vivieron los ataques apaches? Yo oigo de ellos desde niño. Lo traigo en el sistema desde chavito.

El hombre se abre con una definición de la ucronía. Me hizo pensar en La conjura contra América de Philip Roth. ¿Te interesa el diálogo con otras tradiciones literarias?

Sí, claro. Uno siempre está inscrito en ciertas tradiciones. A mí me ha marcado mucho Faulkner, también Juan Rulfo. Un lector me dijo que Henry Lloyd era mi Pedro Páramo. Está García Márquez, Vargas Llosa, Hemingway, Cormac McCarthy...

Álvaro Mutis decía que hay una diferencia entre un gran escritor y un gran narrador. Al primero le reconoces el manejo del lenguaje, pero no siempre quieres pasar de página. Yo vengo —o quiero venir— de la tradición de los grandes narradores. No digo que lo sea, pero esa es la estafeta que trato de sostener.

Cuando escribo, no pienso en lectores, premios o editoriales. Pienso en la historia, en la obra, en el lenguaje. Ese es mi único compromiso. Pero cuando el libro sale, entra el susto. Siempre hay vértigo. Nunca está comprado que te vuelvan a leer. Cada libro es un precipicio.

ÁSS

Google news logo
Síguenos en
Ángel Soto
  • Ángel Soto
  • Periodista cultural y escritor. Es editor digital de Laberinto, el suplemento cultural de MILENIO, donde escribe sobre literatura, música y cine. Sus textos, fotografías y poemas han aparecido en la Revista de la Universidad de México, Langosta Literaria, Punto de partida, Algarabía Niños, Picnic y Yaconic. Es creador del podcast y newsletter "Tinta y voz".
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto
Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.
Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto