La cultura popular ha hecho del psicópata una figura reconocible. De manera icónica, películas, series y novelas lo han revestido de un aura oscura y sofisticada: a menudo es una mente brillante, un sujeto frío y calculador que actúa desde las sombras. Pero Vicente Garrido, catedrático de Educación y Criminología en la Universidad de Valencia, afirma que ese imaginario funciona más como consuelo que como advertencia.
“La cultura popular tiene la idea del psicópata como un asesino en serie, alguien particularmente sádico y cruel. Pero un psicópata no tiene por qué ser un criminal”, explica Garrido en entrevista. “Lo que define al psicópata, fundamentalmente, es una afectividad muy limitada. No establece una conexión significativa con los demás. Puede saber lo que estás sintiendo, pero no lo siente contigo. No tiene empatía profunda ni sentimiento de culpa. Y eso lo vuelve especialmente peligroso”.
En su nuevo libro, El psicópata integrado en la familia, la empresa y la política (Ariel, 2024), Garrido invita a mirar el centro de nuestras vidas cotidianas. Su tesis es tan incómoda como necesaria: el psicópata más dañino no es el que comete crímenes atroces, sino aquel que ocupa posiciones de liderazgo, toma decisiones públicas, o se sienta a cenar cada noche con nosotros.
“Si creció en un entorno favorable, si ha tenido acceso a educación y buenos referentes, el psicópata puede ocultarse fácilmente. Puede parecer encantador, carismático, eficaz. Pero detrás de esa imagen hay alguien que no siente, que no se vincula, y que solo quiere una cosa: el control. El psicópata no busca tanto el placer como el dominio.”
Garrido propone una categoría que no es clínica, pero sí sociológicamente pertinente: la del psicópata integrado. Aquel que no infringe la ley, pero que manipula desde dentro del sistema. En sus palabras, “ese uno por ciento de la población que no está en la cárcel, pero que está entre nosotros”.
Una fisiología sin culpa
El debate sobre si un psicópata nace o se hace sigue abierto. Garrido no niega la complejidad del tema, pero sí toma postura: hay una diferencia fisiológica que los separa del resto. Se trata, más que de una conducta aprendida, de una manera distinta de procesar el mundo emocional.
“Los psicópatas tienen menos capacidad para sentir miedo o ansiedad. Son personas protegidas frente a la depresión y a los trastornos del estrés. Tienen un sistema nervioso diferente, probablemente con una base innata”, afirma el profesor.
Para Garrido, la clave está en asumir que esa diferencia no elimina la responsabilidad afectiva o social. La biología puede explicar ciertas disposiciones, pero no determina el comportamiento ético.
“Eso no significa que estén condenados a hacer daño. El libre albedrío sigue existiendo. Pero tienen más facilidad para abusar del otro, porque no tienen conexión emocional. Y eso los vuelve peligrosos”.
Garrido insiste en que la psicopatía no puede leerse solo desde la moral o la filosofía, sino que requiere una mirada científica, anclada en datos y diagnósticos. “Decir que no existen los psicópatas porque hay gente mala en el mundo es una trampa. Lo que hace al psicópata diferente es justamente su estructura emocional: no es que elija hacer daño, es que no le importa hacerlo”.

El disfraz del liderazgo
Uno de los argumentos centrales del libro —y también uno de los más inquietantes— es que la psicopatía no solo no se detecta fácilmente, sino que muchas veces se premia. En entornos empresariales, políticos o incluso familiares, ciertos rasgos psicopáticos pueden confundirse con virtudes. Frialdad emocional, capacidad de decisión rápida, ausencia de culpa: cualidades que, en determinadas culturas organizacionales, pueden interpretarse como signos de eficacia.
“Una de las razones por las que escribí este libro es provocar foros de discusión. ¿Realmente queremos vivir en una sociedad donde estas personas ocupen posiciones de poder? La historia ya nos ha enseñado lo que ocurre cuando eso pasa. ¿Vamos a seguir buscando salvadores, aun después del siglo XX, con todas sus guerras y genocidios?”
En su opinión, la política contemporánea está repleta de psicópatas integrados. Líderes que no creen en nada salvo en su propia superioridad, que utilizan el miedo como herramienta de control y que no dudan en destruir relaciones históricas si eso les permite reforzar su imagen de poder.
“Trump, por ejemplo, es un psicópata. Lo digo con todas las letras. No tiene ideología: lo único que le importa es sentirse dueño del mundo. Está sacudiendo al planeta. Y la gente no lo entiende”.
Psicopatía y neurodivergencia: aclaraciones necesarias
Uno de los riesgos al hablar de psicopatía es su confusión con otras condiciones neurológicas. En un momento donde las discusiones sobre neurodivergencias han adquirido visibilidad y complejidad, Garrido se detiene a marcar límites. En particular, distingue con firmeza entre la psicopatía y el autismo.
“El autismo comparte con la psicopatía una aparente falta de empatía. Pero hay una diferencia fundamental: el autista, incluso en los casos más severos, no obtiene ninguna satisfacción en dañar al otro. No quiere dominar. Quiere comprender. Quiere que su mundo sea predecible”.
Garrido también menciona otros cuadros clínicos, como la alexitimia —la dificultad para identificar y expresar emociones—, donde puede haber retraimiento o torpeza emocional, pero no manipulación ni violencia deliberada.
“En la alexitimia puede haber conflictos relacionales, dificultad para vincularse. Pero en el psicópata no hablamos de conflictos: hablamos de una voluntad deliberada de dominio. Su falta de empatía está al servicio del poder. Su objetivo no es comprender al otro, sino someterlo”.

Infancia, crianza y el origen del daño
Aunque reconoce que existe una predisposición biológica, Garrido insiste en que el ambiente juega un papel determinante. Su análisis se adentra en la vida familiar, en los vínculos primarios donde, muchas veces, se gesta el daño.
“Hay entornos que facilitan el abuso y otros que lo inhiben. Los mejores padres para un niño con predisposición psicopática son los que combinan afecto con estructura: cariño, normas, límites, supervisión constante. Por el contrario, si el niño crece en un contexto desestructurado, con modelos antisociales y escasa contención emocional, esa psicopatía se desarrollará sin frenos”.
Esta observación, lejos de caer en un determinismo educativo, apunta a una responsabilidad social compartida. Para Garrido, el trabajo de prevención empieza en casa, pero continúa en las instituciones. En los partidos políticos que promueven a líderes sin principios, en las empresas que toleran jefes abusivos, en las relaciones afectivas que confunden control con intensidad.
Por qué el 1% puede poner en jaque al resto
El dato puede parecer menor: apenas un 1 por ciento de la población se encuentra en el espectro alto de la psicopatía. Pero Garrido no tarda en desmontar esa aparente insignificancia.
“En un país como España, un 1 por ciento representa 500 mil personas. Y cada una de ellas puede afectar a 20 o 30 más. En México, ese número sería de alrededor de un millón. Hablamos de millones de vidas impactadas”
El psicópata integrado, al no ser percibido como tal, puede escalar posiciones de poder, infiltrarse en redes de confianza y operar sin oposición real. Y lo que es aún más grave: imponer su lógica destructiva como modelo de éxito.
“El psicópata, además del daño directo, impone un modelo destructivo. Por eso es tan peligroso. Nos hace creer que el abuso es eficiencia, que la falta de escrúpulos es liderazgo. Y cuando nos damos cuenta, ya estamos dentro del sistema que lo protege”.
Hacia el final de la conversación, Vicente Garrido insiste en una idea que atraviesa todo su pensamiento: el psicópata integrado avanza con eficacia porque encuentra estructuras que le dan espacio, legitimidad y recompensa. Puede construir una carrera, una imagen pública, una red de poder. La clave de su permanencia está en la forma en que la sociedad interpreta su conducta y en los beneficios que esta le concede.
“El psicópata solo cede ante un poder superior. Negociar con él es un error. Humillarse, también. Solo el que se le enfrenta puede obtener algo”.
Garrido propone otro tipo de fortaleza. Una que se construya desde la infancia, en la educación emocional, en la exigencia ética, en la práctica cotidiana de discernir.
“Tenemos que enseñar a los niños a ser exigentes consigo mismos. A no dejarse engañar por el brillo de un falso líder. A entender que la fortaleza no se mide por el poder que uno ejerce sobre otros, sino por la capacidad de decir que no”.
Frente a la figura del psicópata, sugiere Garrido, lo más urgente es cultivar una mirada que reconoce las señales de la manipulación y que elige no participar del juego.
ÁSS