Con frecuencia confirmo lo fácil que es imponer un destino, torcer el futuro de otros. Al llegar una cuenta grupal basta con ser el primero en extender la mano al mesero, dar la tarjeta y decir: “con el quince, por favor”. Sellando así la cantidad que pagarán todos, entre muecas o una mal disimulada despreocupación. Esclavos del espíritu, somos incapaces de ir contra los gestos automáticos.
Dejar propina es una mezquina, frívola y condescendiente práctica que la mala conciencia burguesa del siglo pasado nos heredó. Resabio de múltiples malentendidos, uno de los últimos reductos de la creencia de que algo hemos avanzado como civilización en el trato con nuestros congéneres. En particular porque se práctica a la menor provocación. Casi casi por el gusto de decir que se puede.
	Pésimo sucedáneo del regalo, malhadada hija de la limosna, la propina supone una idea estática sobre la jerarquía de clases en la sociedad. Es una estampa sobre la desigualdad, y sobre los lugares que ocupamos en el mundo: aquellos que venden un servicio y quienes pueden no solo pagarlo, sino dejar un extra.
Pero dejando la falsa denuncia, que no me importa gran cosa, el propinismo es también una forma menor del revestimiento de los nouveau riche. Uno que cuenta con la capacidad de hacer sentir, fugazmente, como potentado a quien la deja. La capacidad de fingimiento es tal que incluso quienes viven a crédito o con un raquítico sueldo son capaces de dejar alguna suntuosa propina de vez en cuando. Razón de más para hacer de ese burlón y condescendiente gesto una antigualla.
Tan obvia, necesaria y evidente se ha hecho la propina que ya nadie piensa que, de hecho, tendría que ganarse. Pienso en el mesero que nos ha hecho esperar tres veces: para dejarnos la carta, tomar la orden, y traer nuestros platillos. Sumemos una cuarta: traernos la cuenta. Con una diferencia: el negligente mesero es el primero en impacientarse para que paguemos. Con esa sucesión de malos tratos bastaría para no dejar un peso. Pero no nos equivoquemos. Negarse es, a ojos de cercanos y extraños, casi un acto de barbarie, muestra de pésimo gusto, uno más de los pecados capitales.
No hay razones que valgan ni protestas que sirvan. El mozo quizá confundió los platillos, fue descortés o lento, incluso pudo traer un agua Perrier cuando solicitamos un vaso de agua de la llave. Nada importa. A la pobre alma, al desamparado camarero no podemos negarle el derecho a una vida digna, a su tan exigible propina que si es menos del 15 % no merece ni un gracias de su parte (otra duda para psicólogos o sociólogos: ¿por qué titubeamos al elegir el porcentaje si somos libres? Libertad de papel).
Entre las buenas conciencias parece incuestionable. Pero nada está escrito en piedra. Los restaurantes dan sueldos míseros, la carga y condiciones de trabajo son desastrosas, y la excesiva cordialidad e impostada sonrisa del mesero no son necesarias para comer o pasar un buen rato. Pero lo cierto es que, en estricto sentido económico, el precio de cada platillo incluye ya el servicio.
Ni codicia, mezquindad o falta de empatía. Quizá alarme o confunda que lo diga, pero dejar propina después de un mal servicio es reaccionario. Significa estar muy de acuerdo con el statu quo: con que los restaurantes paguen mal, y los infelices meseros nos hagan pasar una pésima velada. Puedo imaginar que una huelga general de propinistas podría llevar a un paro de meseros, al cierre nacional de restaurantes, a un cambio en la jerarquía de camareros y bartenders. ¿Será que secretamente estoy a la vanguardia de algo?
La propina es también un arma en el no tan sutil arte del coqueteo. Lo que natura no da, la billetera lo demuestra. Incapaces de mostrar inteligencia, simpatía, o encauzar una conversación agradable, hay quienes derrochan en cuentas gigantes, y propinas infladísimas: al valet parking, el lavacoches, empacadores del súper o al maletero en un aeropuerto.
Distintivo de clase y marcador romántico. Las propinas quieren significar algo más: son un vistazo al alma generosa y desprendida de quien las deja. Junto a los mensajes, regalos y detalles de las primeras citas, al flirteo ocasional, la propina es una más de las formas en que A quiere influir sobre B. Todo cuenta, todo significa.
Pero hay una vuelta de tuerca: quienes dejan propinas excesivas pueden creerse con el derecho a mostrar su peor lado. A ser auténticos cretinos, altaneros, maleducados, prepotentes. Yo preferiría abolir las propinas a confundir a un cretino con un alma generosa.
Hay un misterio insondable. ¿Qué situaciones ameritan una propina y cuáles no? Una lista incompleta nos diría que está bien dejarla en restaurantes, a un viene-viene (otra forma aceptada de parasitismo), cuando sobra algo de cambio en un corte de pelo, a quien sube nuestras maletas al cuarto de hotel o al despachador de gasolina... Pero la gama se vuelve infinita, y no siempre se aviene bien con el sentido común. Ante la duda yo sonrío, doy las gracias y guardo el cambio.
Julio González es ensayista y editor en Nexos.
AQ / MCB