Un lunes de 1943, a las 7:15 de la noche, Emilio Uranga tuvo un encuentro iluminador con el destino. “Me veo, una tarde, sentado en una sala repleta del Colegio Nacional, ávido de oír una conferencia de don Alfonso Reyes. Su tema: los primeros capítulos de lo que luego publicó bajo el título de El deslinde”. La personalidad avasalladora de Reyes dejó una impresión profunda y decisiva en Uranga, de apenas 22 años. Es posible que después de este encuentro, Uranga tomara la decisión de abandonar la carrera de Medicina y de enfilar sus pasos hacia la Casa de los Mascarones, en la Ribera de San Cosme número 71: la Facultad de Filosofía y Letras.
Las conferencias de Reyes a las que se refiere Uranga fueron 17 y tomaron lugar de junio a agosto de 1943 (todos los lunes). Hubo otras doce conferencias de Reyes sobre el mismo tema en 1944, de febrero a marzo. Justo después Reyes sufriría su primer ataque al corazón.
En la Casa de los Mascarones, Emilio Uranga se rindió ante el embeleso de otro personaje mayestático: un refugiado español que había sido rector de la Universidad de Barcelona y que hacía parecer la filosofía más como un diálogo amoroso y mundano que como un discurso críptico y desengastado de la realidad. Se trataba de Joaquín Xirau, que había atracado en tierras mexicanas unos años antes, en 1939, acompañado de su esposa Pilar Subías y de su hijo Ramón.
El magisterio de Joaquín Xirau se desbordaba de los muros de Mascarones. Cada jueves, Emilio Uranga, junto con un grupo nutrido de estudiantes, acudía a la casa de los Xirau, en la calle Sadi Carnot de la Colonia San Rafael, a proseguir el “amoroso diálogo”.
La paternidad espiritual de Joaquín Xirau se extendió hasta el fatídico día del 10 de abril de 1946. Esa tarde, frente a Mascarones, Joaquín Xirau fue atropellado por un tranvía. “Parece que la fatalidad haya querido herir a una paloma”, musitó Alfonso Reyes a los oídos de Emilio Uranga en un sórdido patio de la Cruz Roja.
El 2 de agosto a las 19 horas se efectuó en la Facultad de Filosofía y Letras un homenaje organizado por la Federación Estudiantil Universitaria y la Sociedad de Alumnos de la Facultad. El homenaje estuvo presidido por Alfonso Reyes y contó con la participación de Alberto Pulido, Emilio Uranga, el pianista Raúl Ortiz y el doctor Rubén Landa (director del Instituto Luis Vives).
Uranga volvió su mirada a otras dos autoridades de Mascarones: Juan David García-Bacca (una especie de “monstruo de siete cabezas”, a decir de Archibaldo Burns, pues García-Bacca daba la impresión de conocerlo todo) y a José Gaos, en cuyo salón de clases se enseñaba el “inmanentismo moderno”, es decir, la filosofía existencial de Heidegger, y casi con exclusividad el Heidegger de Ser y tiempo.
De este salón de clases surgió el “Grupo Hiperión”: un grupo de estudiantes, liderados por Leopoldo Zea y el propio Uranga, que se rebelaron contra la ortodoxia heideggeriana del doctor Gaos y que pusieron el existencialismo francés (de Camus, Sartre, Merleau-Ponty, Marcel) al servicio de una “filosofía de lo mexicano”. Los hiperiones estuvieron en el epicentro de un terremoto cultural que cimbró a la Ciudad de México. Se les llegó a llamar “la cepa mexicana de un sarampión parisino”. Las reflexiones de Uranga sobre la insuficiencia, la accidentalidad y el azar constitutivos de la condición humana quedaron vertidas en un opúsculo de 1952: Análisis del ser del mexicano.
Un buen día Uranga se apersonó en el despacho de Alfonso Reyes con un ejemplar del Análisis bajo el brazo. Reyes estaba encorvado sobre el escritorio. Ya no era el hombre macizo e imponente que Uranga había escuchado con admiración en 1943, justo antes de inscribirse en la carrera de filosofía. Un par de infartos habían doblegado su cuerpo y hecho estragos en su voz, pero el ánimo seguía intacto.
Reyes saludó a Uranga con un “revuelo festival”, lo colmó de felicitaciones, estuvo de acuerdo con él en que lo mejor —lo más razonable— era irse a Europa a completar los estudios. “¡Y ahora —le dijo— a quitarse la grasa de la academia! Escriba con sabor y subordínele el saber”.
En el acervo de la Capilla Alfonsina se conservan las cartas que intercambiaron de 1954 a 1957 (un total de 34 cartas). “¿Qué sería de los mexicanos que viajan por Europa sin la protección bienhechora de su fama?”, le escribe Uranga desde una gélida pensión de Friburgo. La protección bienhechora de Reyes se traducía, para Uranga, en una beca del Colegio de México, pero también en la misteriosa comunicación de una seguridad y de una firmeza intelectuales que le servían de paliativo contra la nostalgia y el desaliento. “Recuerde usted que la nostalgia —le responde Reyes— es un demonio proteiforme, nos ataca (como en los cuentos de hadas) bajo muchas formas y apariencias”. Rebuscando en los estantes de la biblioteca de la Universidad de Colonia, Uranga se da de bruces con un libro de Reyes, Capítulos de literatura española. “Ningún otro nombre de mexicano. Me dio alegría por usted y tristeza por los demás… Créame que el solo hecho de pensar que usted no deja nunca de agitar y agitarse en el Espíritu me produce como emanación plotiniana una invitación a mi pequeña creación”.
En medio de una crisis vital y profesional, cayó en manos de Uranga un ejemplar de Trayectoria de Goethe (1954), fruto de una larga obsesión alfonsina que Uranga de inmediato adoptó para sí. Ésta es, acaso, la mejor definición de “discípulo”: alguien que hace de las obsesiones del maestro sangre de sus propias arterias. “Mi pueblo se salvará cuando haga con usted lo que los alemanes han hecho de Goethe”. Y añade: “Si en México es usted un artículo de lujo, aquí es de primera necesidad”. Goethe-Reyes fue, durante estos años de peregrinaje europeo, una especie de talismán y de tabla de salvación.
Esta otra frase resume el papel que jugaba Reyes antes los ojos de Uranga: “Es usted el modelo del hombre activo, que como dijo Gide en cierta ocasión, no sólo actúa sino que hace actuar a los demás”.
Podemos seguir rastreando la relación Uranga-Reyes gracias a los artículos compilados en Herir en lo sensible (Bonilla Artigas, 2025). Sabemos que, tras volver a México en 1957, Emilio Uranga se convirtió en un visitante asiduo de la Capilla Alfonsina. En su última visita, coincidió con Carlos Fuentes, que acababa de publicar la novela que lo consagraría como el epítome de los “escritores in” y que llevaba un título de claras resonancias alfonsinas: La región más transparente. “Emilio, mi línea de flotación es la clásica —le confió Reyes cuando se quedaron a solas—, y las piedras en la proa, de estas novedades vanguardistas, inclinarán mi querido velero. Espere un poco, que adentrándonos de nuevo en alta mar las echaremos por la borda. Lea, mientras tanto, estos sonetos de Quevedo”.
Antes de acabarse ese año de 1959, “con el rabioso coletazo de los días finales, la muerte reclamó y se llevó para siempre a don Alfonso Reyes”.
Uranga mantuvo siempre a mano la imagen “bonachona y faunesca” de su maestro. En 1962 leyó, con “el alma apesadumbrada”, la “Oración del 9 de febrero”, donde Reyes, como en ningún otro lugar, deja manar su dolor a “chorro abierto” y nos presenta su existencia toda como la larga y penosa cicatrización de una experiencia traumática (la muerte de su padre).
Este acceso póstumo de sinceridad confirmó en Uranga la arraigada sospecha de que “modo de ser”, “modo de vivir” y “estilo” conforman en Alfonso Reyes una unidad inextricable, regida por una norma estricta de buen gusto. “Siempre he admirado una caracterización que a mi parecer apresa lo esencial del ‘estilo alfonsino’: preservar sin violencia la gracia que se alberga en todo lo familiar… Para mí el ‘estilo alfonsino’ es un estilo dentro del mundo natural, dentro de la lengua con que nos habla o nos habló nuestra propia madre y no la estilización de un dandy desencarnado que ensaya hacer hablar amaneradamente a los esperpentos de su fantasía; es el estilo de una sensibilidad normal, de una capacidad de ‘contactar’ con lo humano que es poderosa, maciza y no estética y raquítica”.
El filósofo de la zozobra y de la accidentalidad encontraba en Reyes la jovialidad, el vigor y la robustez que él a menudo echaba de menos.
“La mayoría de las páginas de Reyes —escribe Uranga en 1975— pretenden ser amables con el lector, hacerle tragadera la existencia y aún los temas más abstrusos de la erudición se benefician con un rayo de gracia, con un giro insospechado de liviandad”.
Reyes fue —sigue siendo— una “lección de entereza, de vocación para la vida”.
Emilio Uranga volverá a estar presente en la Capilla Alfonsina (calle Benjamín Hill 122, Hipódromo Condesa, Ciudad de México) este viernes 26 de septiembre de 2025, a las 18 horas. Ese día tendré el gusto de presentar Herir en lo sensible: ensayos y artículos de crítica literaria de Emilio Uranga (cuya edición estuvo a mi cargo). Se suma a mi alegría el hecho de que compartiré la mesa con dos queridos amigos: Luis Xavier López-Farjeat y David Noria.
Usted, lector, está, por supuesto, cordialmente invitado a esta presentación, que, como ya se habrá adivinado, está revestida de una significación especial: es el acariciado reencuentro entre dos inteligencias contrastantes y, a la vez, parecidas (los extremos se tocan). Más aún, es el reencuentro entre un discípulo y su maestro (quizás el único de sus maestros a quien guardó fidelidad).
José Manuel Cuéllar
Doctor en Filosofía. Autor, entre otros libros, de ‘La razón pendular de Emilio Uranga. Una historia del existencialismo mexicano’ (Herder, 2025).
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