La tradición literaria mexicana ha tenido ensayistas notables. Basta revisar el índice de El ensayo mexicano moderno (1972), una muestra de prosas reflexivas espléndidas compilada por José Luis Martínez en dos volúmenes. Si se publicara un tercer tomo, Hugo Hiriart estaría en primera línea, pues es uno de los mayores ensayistas de México.
Además del ensayo, la obra de Hiriart abarca diversos géneros literarios: la novela, la literatura infantil, el teatro, el guion de cine, el periodismo, y en todos ha impreso un estilo sobrio, elegante, estricto. Un devenir escritural asistido por la gracia, por el humor y por una cualidad poco observada en los escritores: leerlo es conversar con el ensayista. Y aún más: Hiriart interpela a su lector, le habla de tú, le pregunta, lo incita a pensar e incluso le deja tarea. Excepto a Gabriel Zaid en su libro de poesía Cuestionario (1976), no he visto a ningún escritor dejarle tarea a su lector, solo a Hiriart: un pensador que, de manera sistemática, hace que sus lectores continúen, con sus propias herramientas cognitivas, la indagación de una idea, el rastreo de los diversos significados de una palabra, la exploración de un detalle de la realidad o de un hecho que hacemos todos los días sin reparar en la singularidad de ese mismo hecho.
Hiriart ha escrito ensayos breves disfrazados de artículos periodísticos durante más de cincuenta años y los ha publicado en tantos periódicos y revistas que sería fatigoso enumerarlos. Y ha reunido algunos de esos textos en títulos como Disertación sobre las telarañas (1980), Discutibles fantasmas (2001) y Diario apócrifo y otros ensayos (Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 2025). Escritos misceláneos, breves, lúdicos, a veces relajientos y siempre ingeniosos, que muestran una clara estirpe que viene de Julio Torri, Alfonso Reyes y Juan José Arreola. En estas disquisiciones —algunas cercanas al poema en prosa—, la curiosidad de Hiriart y su delicada ironía para indagar en los pliegues de la diversa realidad hacen que su lectura nos conduzca siempre al asombro, a la duda, a la dicha.
Diario apócrifo reúne una breve muestra de las columnas que publicó durante varias décadas con ese mismo título, y que evidencia la amplitud de mira de sus intereses intelectuales: la poesía, la novela, la biografía, el cine, la música, la filología, las diversas artes plásticas, la religión, la historia, la filosofía, la mística y el teatro. Para Hiriart no hay tema que no pueda ser abordado por el ensayo, desde la alta cultura hasta los motivos más modestos y anónimos de nuestro trajín cotidiano.

El título juega con las variantes de significado de la palabra apócrifo. En su origen, la palabra se refería a textos y a libros solo accesibles a los iniciados, a los que poseían un código de interpretación o las claves que permitieran leer el mensaje oculto. Son escrituras que la tradición ha llamado esotéricas, herméticas, secretas. Pero hacia el siglo III el término empieza a cambiar de sentido y se refiere a escritos cuya autenticidad está bajo sospecha, y de ahí empieza a referir lo que no es auténtico, lo que tiene un origen equívoco, lo herético, lo falso. Hiriart, consciente de la polisemia contradictoria de ese término, decidió titular así su columna: en primera instancia porque en estricto sentido no es un diario ni es diario (es decir escritura de cada día); pero así desea titularlo y así quiere escribirlo. Es un no-diario menos íntimo que público, más filosófico que biográfico y más extravagante que sistemático. Y aún: es más un gabinete de curiosidades intelectuales que una indagación pascaliana de la conciencia.
Para Hiriart, observar el mundo significa reflexionar sobre él. No asume verdades, las busca, las indaga, las desecha. Diario apócrifo no es un libro para iniciados, cualquiera puede acceder a él; y está más cerca de lo herético, pues está al margen de los grandes discursos que definen e interpretan la realidad, y aborda temas que están cercanos a nuestra tragicomedia doméstica, expone minucias intelectuales que gracias a su pluma terminan siendo deleitosas, despliega curiosidades que hacen pensar que la teratología es parte de nuestro principio de realidad y, en fin, sus textos nos conducen a los placeres íntimos del intelecto, es decir, hacen que reflexionar desde la filosofía sea una forma común de nuestra actividad mental.
El autor de Diario apócrifo está contra todo discurso hegemónico o canónico, así lo enuncia en su columna del 22 de septiembre de 1979: “en este diario no se tratará ningún tema toral, nada que sea toral será admitido en sus páginas”. En efecto, está en el polo opuesto de los filósofos que elaboran sistemas totales de comprensión del mundo o de los intelectuales que abordan los temas ilustres del debate contemporáneo, y está más cerca de los filósofos del fragmento, del aforismo o de la glosa: reflexiona desde la duda de sí mismo, desde el márgen de las corrientes filosóficas (sean o no académicas), prescinde de terminologías ya institucionalizadas; es un filósofo del relajo y de las pequeñas cosas, de esas pequeñas cosas que son la parte sustancial de nuestra vida.
En varios de sus ensayos, el autor de El arte de perdurar (2010) cita la famosa frase de Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon: “el estilo es el hombre mismo”. Quiero concluir mi texto con la afirmación de que el estilo de Hiriart es Hiriart mismo.
AQ