La felicidad y el orgullo que los papás y mamás sienten de ver a su hijo o hija va de la mano con la nostalgia, miedo y hasta la tristeza.
Esencialmente, uno de los diferentes objetivos de la maternidad y paternidad es formar seres humanos independientes. Pero la misión de guiar al bebé por el camino para convertirse en niño, después en adolescente y posteriormente en adulto trae consigo un duelo permanente: el dolor de ver a los y las hijas crecer.
La crianza tiene pérdidas profundas
La tanatóloga, Maricusa Castrejón, lo describe como “un sacudidón de vida” que mamás y papás experimentan desde la primera infancia (cuando el bebé ya no cabe en las pijamas que compraron hace dos meses o empieza a balbucear sus primeras palabras) hasta la adultez (especialmente cuando empiezan a construir su propia vida).
“Se tienen que acomodar a una nueva forma de relación e, incluso, de interacción. (...) Cambia la identidad, la rutina y la dinámica. (...) Tienes que cambiar hasta los muebles de la casa”, explicó en entrevista con MILENIO.
Este proceso forma parte de los duelos evolutivos, ya que implica modificar dinámicas, los entornos y las interacciones. Pero la crianza implica un duelo mucho más profundo con pérdidas intrapersonales muy importantes; el llamado síndrome del nido vacío— que no es lo mismo al fenómeno—.
El fenómeno del nido vacío es aquel que mamás y papás experimentan específicamente cuando sus hijos o hijas se van de casa. No así el síndrome del nido vacío, el cual surge con cada pérdida a lo largo de la crianza.
Algunos eventos que despiertan ese malestar agridulce son cuando el niño comienza a prescindir de la ayuda parental (por ejemplo, aprende a vestirse o abrocharse las agujetas solo), el término de la lactancia o su primer día en la guardería. En tanto, el duelo se intensifica en la adolescencia por ser la etapa donde los y las jóvenes buscan su identidad fuera del nido familiar.
Pero más allá de la ropita que ya no le quedó; los juguetes que ya no le divierten o las fiestas familiares a las que prefiere ya no asistir, la también terapeuta explicó que esta transición impacta porque “confronta a los padres y a las madres con el paso del tiempo”.
“Es una pérdida evolutiva: no sólo los hijos crecen, yo también estoy creciendo y viviendo el paso del tiempo”.
Este pensamiento puede llevar a mamás y papás a comprender que el rol parental— con el cual, quizá, basaron gran parte de su identidad— ha comenzado a “desmoronarse” o “desaparecer”. Sin embargo, esto no necesariamente debe ser así.
“Se tiene que resignificar: no quiere decir que pierda a mis hijos, sino que la relación está cambiando y eso no quiere decir que sea malo. Es diferente y no dejo de ser sin ellos”.
¿Cómo enfrentar el duelo?
Como cualquier duelo, ver a los y las hijas crecer puede generar tristeza, soledad, ansiedad o culpa. Pero detrás de esa “maraña de emociones” está el miedo: a no saber “qué va a pasar”, “cómo lo vamos a recorrer” e, incluso, a perder el vínculo con las y los hijos.
Por lo mismo, es crucial reconocer y validar todas esas emociones. Especialmente al considerar que las famosas “etapas de duelo” no se siguen al pie de la letra: “No hay fases, no está acomodadito. No es un proceso ilustrado como lo vemos en libros”.
“Es una gran maraña donde se vive tristeza, mucha soledad, cambios de rutina, muchos silencios en casa y mucha ansiedad porque pierdes, de alguna manera, el control— que nunca has tenido, pero que de alguna manera pierdes esta capacidad de gestionar la vida de tu hijo—”.
La especialista considera que antes de pensar en “una manera más o menos amena; correcta o incorrecta” de enfrentar este duelo, lo ideal es buscar que el proceso funcione y se adapte a las circunstancias de cada caso. Todo esto, destacó, con un objetivo en común: resignificar el rol parental.
Al final del día, la maternidad y la paternidad no son inamovibles: van cambiando conforme lo hace el niño y la niña, pero la imagen de madre y/o padre no se desaparece: “Ya no hay crianza, pero hay guía y acompañamiento. La figura de mamá va a estar presente aunque tus hijos sean adultos mayores”.
Otro punto clave es recuperar las redes de apoyo y los roles de vida que, quizá, se dejaron de lado ante la llegada de las y los hijos; retomar proyectos truncados; reconectar con la pareja, o encontrar hobbies o actividades que puedan proporcionar una sensación de utilidad; la cual suele depositarse 100% en los hijos.
“En todos los niveles y en todas las etapas de vida tenemos que sentirnos útiles. (…) Hay que reconectar con ese sentido de utilidad y ponerlo en otras partes”, recomendó Maricusa.
Finalmente, la tanatóloga puso sobre la mesa enfocar la atención y las emociones en el presente. Es decir, mirar a lo que existe o puede seguir existiendo en lugar de lo que se perdió: “Todo duelo formativo se tiene que agradecer”.
La comunicación afectiva y efectiva ayudan a enfrentar el crecimiento de hijas e hijos, pero sin una comunicación interna, cualquier esfuerzo puede verse truncado. Algunas preguntas para incentivar este diálogo pueden ser: ¿Qué me está pasando?, ¿Quién soy más allá del rol de papá o mamá?, ¿Qué deseo ser ahora? o ¿Qué anhelo para esta nueva etapa de vida?
“Aceptar que el crecimiento de un hijo no nos quita, nos puede dar muchísimas nuevas formas de expandir este amor, la comunicación y maneras de relacionarnos. (...) El crecimiento de los hijos es aceptar y trabajar en esa aceptación”.
ASG