DOMINGA.– Los lugares más sagrados de Japón son fáciles de identificar gracias a los toriis, enormes puertas que simbolizan la entrada a un santuario y marcan el lugar exacto donde está posada la mirada de una divinidad. Suelen ser estructuras naranjas y negras, notorias desde lejos. Pero en un bullicioso barrio de Tokio existe un falso torii rojo de intenciones opuestas: ahí todo es observado por la mafia japonesa, la temible yakuza.
Japoneses y extranjeros conocen ese lugar, simplemente, como “las luces de neón”, es decir, un torii de imitación que marca la entrada a Kabukicho, el barrio rojo de la capital japonesa. Un pequeño perímetro de calles apretadas y callejones sin salida entre el barrio coreano Shin-Okubo y la zona turística Shinjuku. Es el lugar de entretenimiento para adultos y apuestas, pero también de estafas y amputaciones.
A pesar de la mala fama, Matt, mi guía de turistas, no se cansa de repetir que Japón es uno de los países más seguros del mundo y que Tokio le hace honor a esa reputación. O, mejor dicho, casi todo Tokio.
Porque en cualquier lugar de esta ciudad de 37 millones de habitantes se puede caminar de noche sin preocupación… excepto en Kabukicho, donde la yakuza se ha instalado en todas las esquinas. Mientras cualquier otro barrio nipón es limpio, silencioso y ordenado, el barrio rojo es sucio, ruidoso y caótico. Las calles están tapizadas de cigarrillos, botellas de whisky y folletos que prometen alcohol ilimitado servido por chicas hermosas y dispuestas.
“He leído que en México los cárteles te matan por cualquier cosa, incluso si no te metes con ellos”, dice Matt, un veinteañero austriacojaponés, mientras me muestra Kabukicho. Y debo darle la razón: hace unas horas leí la historia de Don Nico, un heladero en Salvatierra, Guanajuato, asesinado a tiros por la inofensiva acción de grabar un video de una calle con baches y que requería la atención de las autoridades.
“Aquí tienes que meterte con la yakuza para que te pase algo”, dice Matt. Y ese “algo” suele ser el exceso de confianza en uno de los comercios de este barrio rojo.
Casi siempre ocurre por perder la cuenta de los whiskys o pasarse de tiempo con las chicas. Entonces, llega una cuenta que puede alcanzar los 500 mil yenes (unos 50 mil pesos mexicanos). Y si el cliente reclama, la honestidad y cortesía japonesas desaparece y emerge la amenaza: Jōshi ni denwa shimasu o “Voy a llamar a mi jefe”.
El jefe es, claro, usará el castigo más famoso de esta mafia como una palanca de negociación: el cliente puede pagar la cuenta completa o conocer de primera mano por qué los cuchillos nipones tienen tan buena reputación. Una transacción simple: el dinero o el dedo meñique. La mayoría elige lo primero sin dudarlo; mientras que los poquísimos que optan segundo no suelen reportar el crimen a la policía por vergüenza o miedo a perder su visa de turista o trabajo.
“Esas cosas aún pasan, pero cada vez son menos frecuentes. Fuera de Kabukicho es difícil encontrar a la yakuza”, dice Matt, cuyo rostro se ilumina con las luces neón y pantallas ultrabrillantes de Tokio a medianoche. “Cada vez son menos. En tu país, cada vez son más, ¿cierto?”.
Así que le pido a Matt que me explique las razones del ocaso de la yakuza. Pienso que bien valdrían conocerlas en México, porque podrían servir de inspiración para darle fin a la larga noche de los cárteles de las drogas.
La yakuza famosa en la cultura popular del mundo
La yakuza tiene un estilo propio que resalta entre otros grupos del crimen organizado. Los hombres son distinguibles por su corte de cabello y peinado estilo pompadour con una raya marcada que denota refinamiento, un comportamiento silencioso y elegante que representa el poder sobre otros.
También suelen portar rigurosamente un traje formal y oscuro que simboliza al hombre de negocios. Cuando se lo quitan, sus integrantes suelen revelar un cuerpo garabateado de cabeza a pies con irezumis, tatuajes con deidades vigorosas como dragones y tigres que simbolizan fiereza y protección.
Además de esa presencia distinguible a kilómetros, la yakuza ha acuñado su propio ritual de violencia extrema, lo cual no es sencillo en un país con cerca de 300 homicidios al año –en México el promedio diario de asesinatos es de 70 al día, así que 300 asesinatos se cometen en cinco días–. La mafia japonesa creó el yubitsume o “corte de dedo”, el acto de amputar el dedo meñique en señal de penitencia y sumisión con tres objetivos: enmendar el honor perdido, demostrar arrepentimiento ante los jefes o aceptar un castigo por no ceder a sus extorsiones o presiones.
El corte de dedo se ha vuelto un lugar común en la cultura popular. Aparece en películas hollywoodenses del director Ridley Scott, en roles del actor y músico Jared Leto, en series de HBO como Tokyo Vice, en el tema “Yakuza Gang” del rapero MC Igu. Incluso, en el episodio “Thirty Minutes Over Tokyo” de Los Simpson, Homero intenta cortarse el dedo después de ofender accidentalmente a la yakuza.
A pesar de que esta mafia sigue presente en el cine, series, canciones y hasta videojuegos, se trata de un grupo criminal en declive. En los años sesenta llegó a tener más de 200 mil miembros y para 2024 cayó a un mínimo histórico de unos 20 mil afiliados, según cifras oficiales. A ese ritmo, pasarán de criminales endémicos del oriente asiático al peligro de extinción.
En perspectiva, el fallecido analista de seguridad Alejandro Hope y el matemático Rafael Prieto Curiel estimaron en 2023 que el crimen organizado mexicano tiene 175 mil integrantes, un número que crece sostenidamente desde el siglo XX. Mientras en Japón la mafia desaparece, en México crece a pasos acelerados.
“Se hacen muchas películas de la yakuza, de las familias criminales, del corte de dedo, pero todo se queda en el entretenimiento. Hoy casi nadie quiere ser parte de la mafia. Las nuevas generaciones ya entendieron que ser parte de la yakuza te puede dar dinero, pero no poder. Mucho menos respeto”, dice Matt.
De pronto, el guía de turistas detiene su caminata y apunta hacia un casino bajo una enorme estatua de Godzilla. Decenas entran apresurados a apostar sus yenes en máquinas tragamonedas decoradas con estrobos, mientras otros se quedan afuera, en la puerta, cabizbajos, como los rechazados de una fiesta a la que quisieran entrar.
“¿Ya viste? Quieren apostar pero no pueden, están tatuados. En Japón, los tatuajes nos remiten a la yakuza. Si un establecimiento quiere tener prestigio, ser exclusivo o tener el respeto de la comunidad, tiene que dejar fuera a cualquiera con apariencia de mafioso. La yakuza tiene nuestro miedo, pero no nuestro respeto”, dice.
Ahí hay una clave, pienso. ¿Qué es más rápido y efectivo contra el crimen organizado que un operativo militar o un decomiso histórico de drogas? Una campaña que haga que ser sicario, halcón o jefe de plaza sea motivo de repudio social.
Los barrios que reconstruyó la yakuza en la posguerra
La yakuza, como muchas organizaciones criminales, nacieron del resentimiento. En el siglo XVII, Japón era una sociedad feudal con una casta pequeña que lo tenía todo y millones de marginados que tenían casi nada. Entre esos parias estaban los samuráis desempleados que no tenían un señor feudal al cual servir, dice Matt, graduado de la Facultad de Letras de la Universidad de Tokio.
Estos samuráis olvidados por el sistema político tenían el mismo esquema de valores que sus compañeros ocupados –códigos de honor, reglas de respeto mutuo y una jerarquía basada en la lealtad absoluta hacia los superiores– pero lo combinaban con el pragmatismo de sobrevivir y la urgencia de comer. La clandestinidad era el único lugar para ellos y ahí debían encontrarle un sentido a su existencia.
Con ayuda de los “bakutos” (apostadores) y los “tekiya” (vendedores ambulantes), los samuráis desocupados se movieron a las zonas más marginadas para atender las demandas de otros parias como ellos: desde la reventa de comida y arbitraje para la resolución de conflictos hasta prostitución y juegos de azar. Al hacerlo, esos primeros jefes de la yakuza hicieron el trabajo que los señores feudales no querían hacer: poner atención a los más olvidados. Dirimían disputas, ponían orden en las calles, garantizaban abasto alimenticio y daban vigilancia a los pueblos.
Por primera vez, los marginales tenían una autoridad que les daba un fuerte sentido de comunidad. Así la yakuza avanzó por siglos infiltrándose en la sociedad japonesa. Sigilosa y paciente, como los ninja. Hasta que llegó su momento cumbre: la Segunda Guerra Mundial. Tras los bombazos atómicos en Hiroshima y Nagasaki, Japón se rindió ante Estados Unidos y debió reconstruirse como país, ya no como imperio, con una callada rabia, vergüenza y pobreza.
Las ideas ultranacionalistas de los mafiosos japoneses encontraron terreno fértil en ese espíritu herido. Los criminales hablaban de la necesidad del expansionismo militarista para evitar nuevas derrotas, combatir al comunismo para mantener el orden en el país y volver a viejos códigos de honor de la época feudal. Además, mientras las tropas estadounidenses ocupaban el país, las familias mafiosas se apoderaron del mercado negro de alimentos, armas y prostitución.
Los yakuza reconstruyeron barrios enteros, invirtieron en empresas fachada para dar empleo y se infiltraron en sindicatos. La guerra empobreció a Japón pero la reconstrucción hizo millonaria a la mafia.
Para 1963 estaban en la plenitud del poder: tenían cientos de miles de miembros, casi todos jóvenes que querían cambiar su destino tras sufrir los estragos de la guerra y la pobreza. Los jefes de la yakuza se convirtieron en figuras públicas con oficinas registradas, tarjetas de presentación y relaciones con políticos conservadores que los veían como un “mal necesario”.
En Tokio, Osaka y Kobe, controlaban una triada imposible de vencer: drogas, entretenimiento y construcción. Su presencia era tan abierta que muchos japoneses los respetaban o temían como si fueran un gobierno paralelo.
Pero el poder trajo consigo la decadencia. En los ochenta, las guerras internas por el control del dinero y el territorio ensangrentaron las calles. La violencia entre clanes –como Yamaguchi-gumi contra Ichiwa-kai– expuso ante el público una verdad incómoda: ningún mafioso tiene códigos de honor, sino intereses traicioneros.
El brillo de una sociedad nipona renovada y en crecimiento era incompatible con la opacidad de la mafia. Hubo entonces un consenso social: la yakuza debía operar a las sombras. Un país moderno no puede ser la casa de ninguna mafia que trabaje a plena luz del día.
La primera gran ofensiva legal contra la yakuza en 1992
Están a la vista, pero no deben ser vistos a los ojos. Un sinaloense o un michoacano sabe ese código no escrito: pasar sin ver, caminar con la mirada puesta en nada.
El barrio Kabukicho parece un distrito rojo como cualquier otro en el mundo. Un poco de Ámsterdam, otro poco de Pigalle, Soho y Zona Rosa; pero si uno observa detenidamente verá que entre los curiosos se mueve la mafia iluminada por las brillantes marquesinas de bares (izayakas) que ofrecen whisky con soda y meseras jóvenes con poca ropa.
Los mafiosos se distinguen aún por el típico traje oscuro de rayas verticales, su peinado y su actitud desconfiada de las cámaras. La policía los vigila pero no los molesta, si el “hijo de la mafia” (‘kobun’) no hace algo ilegal. Es una coexistencia aprendida siglos atrás. Los yakuza observan de reojo a los turistas y se limitan a custodiar edificios donde en los cuartos y quintos pisos hay diminutos departamentos habilitados como prostíbulos. En un país con un bajo consumo de drogas, es un secreto a voces que ellos mueven la mayoría de la cocaína y metanfetamina de Japón, narcóticos estimulantes que permiten a los usuarios tolerar largas jornadas de trabajo o aliviar la resaca. Pero sin causa probable o delito en flagrancia, nadie los toca.
La yakuza conserva su espíritu vigilante, como en los tiempos feudales: vigilan que nadie salga sin pagar de las cabinas de sexo, que las mujeres y hombres que se prostituyen vayan diligentes de un piso a otro, que las máquinas tragamonedas no dejen de funcionar, que el “cristal” (‘shabu’) nunca se agote.
“Japón es un país que envejece rápido y con los viejos se mueren también las mafias”, dice Matt, quien me señala a un mafioso septuagenario merodeando por los callejones de Kabuchiko que no deben ser fotografiados por locales ni turistas. “En unos años, esto dejará de existir”.
El guía de turistas recuerda que en 1992 el gobierno aprobó la Ley Antibōryokudan, la primera gran ofensiva legal contra la yakuza. Entre otras medidas, se prohibió a los bancos abrirles cuentas, a las empresas contratarlos y a los ciudadanos tener tratos con ellos. La yakuza, que operaba abiertamente desde oficinas con rótulos, debió cerrar sus despachos. Revocaron sus contratos de renta de casas y hasta las tiendas de ropa dejaron de venderles esos elegantes trajes y relojes de alta gama.
Los dedos amputados dejaron de ser símbolo de honor para volverse una marca de vergüenza. El golpe financiero fragmentó a las familias, que comenzaron a disputarse propiedades y ahorros.
En la década de los años 2000 se asestó un golpe social: las prefecturas japonesas comenzaron a aprobar ordenanzas locales que erosionaron su reputación. La yakuza perdió el acceso a tarjetas de crédito, ingresos a hospitales, entradas a restaurantes. Incluso, si alguien tenía un apellido que estaba ligado a un clan mafioso, se les impedía comprar un automóvil y se les orillaba a tomar el Metro, donde tampoco eran bienvenidos. Artistas, futbolistas, actores, hasta geishas, se unieron a una campaña para destruir la cultura del crimen organizado.
“Ser yakuza dejó de ser… ¿cómo dicen en Estados Unidos? Ya no es cool. Y cuando Japón se volvió un país tecnológico, las nuevas generaciones dejaron de admirar a los viejos tatuados y empezaron a imitar a jóvenes emprendedores y tech-bros”, dice Matt, quien me pide que no deje de mirar al anciano mafioso que se pasea frente a nosotros. De pronto, se agacha con dificultad, recoge una colilla de cigarro del piso y la enciende. La mafia japonesa volvió a su origen: otra vez es paria.
Hoy, la yakuza es apenas una sombra de su pasado. Para 2030 se estima que tenga menos de 10 mil miembros. Los más viejos habrán muerto sin reemplazo. Otros, fallecerán en prisión, como el jefe Takeshi Ebisawa, quien este año se declaró culpable en Estados Unidos de traficar drogas y armas entre Asia y América y ahora enfrenta una cadena perpetua. Ningún adolescente desea ese destino.
Ahora sólo son una rareza en unos pocos callejones de Osaka o los bares de Kabukicho. Los últimos de su especie.
Los jóvenes mafiosos de Tokio: roban criptomonedas, defraudan en redes sociales
“Ven, te voy a llevar a los nuevos lugares del crimen organizado japonés”, dice Matt y se asegura de que mi celular siga en mi bolsillo para no fotografiar.. Paso saliva porque no quiero pensar qué puede ser más peligroso que una casa de citas en un sexto piso cuya única entrada y salida está vigilada por un tipo con acceso a un cuchillo para ronquear atún y que usa para amputar dedos. Mi guía ve a criminales inofensivos por viejos; yo les temo por veteranos.
Rebasamos izayakas, burdeles, casinos, tiendas de ropa y los campamentos de “toyoko kids”, es decir, adolescentes que abandonan sus casas para vivir en Kabukicho y vivir de la prostitución pagada por turistas bajo la mirada protectora de la yakuza. Y de pronto, Matt se detiene frente a un aparentemente inofensivo local y sonríe. “Este es el epicentro de la nueva criminalidad de mi país”.
Es un cibercafé. Uno de 24 horas con opciones para rentar cabinas privadas del tamaño de una cama queen size para extender las piernas. Tiene servicio de comida a cabina, máquina expendedora de whisky con agua mineral y llamado rápido y directo a los burdeles de la zona. Nada que indique peligro, pero es un centro de operaciones de “tokuryū” en pleno distrito rojo.
“Los viejos se van, los nuevos se quedan”, se burla Matt. “Estos nuevos criminales toman su nombre de ‘tokumei’ (anónimo) y ‘ryūdo’ (fluido). Los ‘tokuryū’ son criminales que no quieren fama ni ser reconocidos. Tampoco quieren trabajar bajo las estructuras rígidas de la yakuza. Fluyen, hacen, desaparecen. Y operan desde internet y en computadoras ajenas”.
Los nuevos jóvenes mafiosos no usan trajes, sino jeans anchos y camisas estampadas. No tienen tatuajes ni canas. Su territorio ya no es físico, sino digital. No cortan dedos, tampoco derraman sangre. En cambio, roban criptomonedas, defraudan en redes sociales, clonan aplicaciones bancarias, revenden datos personales conseguidos en la internet profunda o venden pornografía infantil creada con inteligencia artificial.
Desde la esquina de la calle veo entrar a decenas de jóvenes que no rebasan los 25 años. Algunos sólo pasarán ahí la madrugada jugando videojuegos, aclara Matt. Otros cargan en sus mochilas un par de sandalias para pasar la madrugada en esas cabinas encontrando nuevas maneras de delinquir por internet. Nadie podría pensar que son parte de la nueva generación de criminales japoneses.
Y si es cierto que Japón vive en el futuro, México bien haría en adaptarse a lo que viene: los próximos capos no pelearán la plaza, sino campos digitales; no atacarán con balas, sino ‘bots’; sus vehículos no serán monstruos sino supercomputadoras. Y aunque no causen heridas de bala, seguirán causando daño, si las autoridades no comprenden la evolución de las mafias del siglo pasado.
“No es lo ideal”, ataja Matt, mientras se da la vuelta urgido por un jarrón (‘tokkuri’) de sake. “Pero aquí la mafia, para sobrevivir, debe agachar la cabeza”. O, parafraseando al juez Giovanni Falcone, perseguidor de la Ndrangheta, que a la mafia sólo le quede moverse por el desagüe, porque si saca la cabeza de la coladera se enfrentará al mazo de la justicia.
Es medianoche en Kabukicho y pienso que el amanecer de México dependerá de dos cambios: que ser narco sea motivo de vergüenza y que los cárteles no puedan operar en las calles. Un día, con suerte, todo lo que nos quedará como recuerdo de la “guerra contra el narco” será lo que hoy pasa en Tokio: la mafia está arrinconada un barrio rojo, pequeño y exótico, donde los viejos criminales buscan el respeto perdido en el suelo junto a colillas de cigarro.
Amanece y el gran torii rojo marca la salida del barrio rojo. Cerca de aquí, dice Matt, deben estar los últimos yakuzas afilando sus cuchillos. ¿Alguien perdió esta medianoche un dedo en algún departamento de Kabukicho?
GSC