Ni en la cárcel misma encuentra uno mucha gente lista para aceptar que es o ha sido indecente...
Aunque difícilmente lo parezca, lo de hoy es ser decente. No porque la decencia sea común, sino porque le sobran enemigos y no pocos entre ellos se dicen, para colmo, sus aliados. Es muy fácil usarla de coartada, tanto que el indecente poderoso se vale de ella para legitimarse y echar lodo sobre quien se atraviese. No faltan quienes hacen daño de verdad en el nombre de alguna obligación moral que emana, según dicen, de “la decencia más elemental”.
Casi todos tenemos conceptos demasiado personales de lo que significa ser decente. Llevamos por bandera valores que aprendimos cuando niños, a saber a partir de qué enseñanzas y de qué modo los asimilamos, y así los suscribimos sin saber bien a bien qué tan congruentes o abusivos resultan. En la casa se aprende quienes son buena gente o mala gente, no pocas veces a partir de prejuicios retorcidos y certezas ridículas que no tiene uno armas para cuestionar. Aprendemos plegarias, eslóganes, refranes e infinitas boberías sin preguntarnos mucho qué es lo que exactamente quieren decir o adónde llega uno con su práctica. Aprendemos el odio, el miedo, la intransigencia y el resentimiento bajo la convicción de que todo eso forma parte de ser gente decente, y cuesta un buen esfuerzo sacudírselos.
El diccionario habla de la decencia en términos sencillos –honestidad, recato, dignidad, modestia– que no dejan lugar a confusión, pero ocurre que ni en la cárcel misma encuentra uno mucha gente lista para aceptar que es o ha sido indecente. Porque claro, siempre hay peores infames a quienes va mejor la medallita. Y ahora que se aproximan los tiempos de elecciones, medio mundo reclama para sí la cualidad de moralmente intachable. Lo reclaman a gritos, además, y una vez ofendidos hasta el tuétano les parece congruente, incluso indispensable, calumniar, insultar y amenazar a cuenta de su extraña idea de lo que la decencia debe ser.

En otros tiempos, el sambenito de “gente decente” solía ser patrimonio de mojigatos, intolerantes y clasistas, a manera de cláusula de exclusión social, misma que poco o nada tenía que ver con su comportamiento o convicciones. Uno gustaba entonces de llamarse “indecente” para hacer burla de aquel pacto de hipócritas donde el dicho y el hecho no guardaban la menor relación.
Piensas que nada hay peor que la hipocresía, hasta que un día topas con el cinismo: esa actitud tramposa, desafiante y grosera que no encuentra preciso disimular sus extremas vilezas y las ostenta a modo de medallas. “Sí, ¿y qué?”, se engalla el cínico y se otorga con ello licencia para todo. ¿Cómo frenar al obvio victimario que se viste de víctima para hacer cosas peores de las que en un principio se quejaba? En un mundo repleto de aparatos y aplicaciones configurables según la conveniencia del usuario, la tentación de deformar tu imagen a partir de tu mera comodidad moral parece demasiado poderosa para que la decencia de verdad –esa vieja aguafiestas– consiga interponerse.
Y sin embargo no queda otra opción. Para quienes aspiran a sobrevivir a estos años violentos y en gran medida estúpidos, donde el cinismo y la simulación han hecho trizas el sentido común, unirse a la indecencia general es una forma de suicidio colectivo. Hoy en día tiranos y criminales nos prefieren coléricos, idiotas y patanes, pues ese es su terreno y en él nadie les gana. ¿Cómo, si ni siquiera se respetan? Por eso su estrategia consiste en salpicarnos a todos de mierda, de manera que nadie quede limpio y la razón le asista a quien menos la ejerza.
Es verdad, los violentos quieren pleito. No escatiman insultos, ni tampoco calumnias para provocarlo. Ya pasaron de moda, pero aún no lo saben. De ahí que la genuina rebeldía consista hoy justamente en esgrimir esa decencia íntima que a ojos energúmenos es capitulación. Afortunadamente no me importa su juicio. ¿Cómo, si ya hace tiempo lo perdieron?