La revista Rolling Stone, bajo la inaplazable edición gringa, actualizó su lista de los 500 mejores discos de todos los tiempos. Un atrevido e inútil entrenamiento historiográfico en busca de los héroes que dieron patria y libertad a la música popular grabada después de que las caderas de Elvis Presley traspasaran el escándalo hasta convertirse en una nueva afinación de guitarra. Pero si algo nos enseñaron los justicieros del punk llamados Bad Religion, es que la diferencia entre el héroe y el mártir puede ser tan fantasmagóricamente delgada, que de pronto nos encontramos rezándole a deidades como si fueran santos producto de un milagro puritano.
En los berrinches, que muchos heterosexuales patalearon al ver que ningún disco de los Beatles ocupaba el primer puesto de la lista de Rolling Stone revisitada en 2020, transpiraba esa confusión de la que habla Bad Religion en su canción "Heroes and Martys". Cierta necesidad personalísima de ver a tu deidad encabezando lo mejor del rock del planeta. Que no es otra cosa que reafirmar la quimera de la autoestima mediante la trascendencia de tu banda favorita. Por eso encuentro inspirador seguir a perdedores como Felt o los Redd Kross, cuyos discos solo aparecen en las listas de las peores portadas. Entiendo perfectamente el fervor religioso que puede provocar un disco. Mi padre, por ejemplo, era de esos trasnochados que cargaban el mal gusto de cerrar los ojos mientras escuchaba un disco de Pablo Milanés. Lo peor era verlo hacer el air guitar con el fastidioso sonsonete acústico de Milanés. Ni el coaching más costoso de la secta Nxium puede quitarte esas imágenes de la cabeza. Por eso fue imposible no querer imitar el movimiento de manos de Thurston Moore o Lee Ranaldo cuando escuchaba el Washing Machine de Sonic Youth en el desnivelado departamento que mi amigo Francisco Cullen habitaba frente al camellón de Álvaro Obregón, en la colonia Roma. A diferencia de mi padre, nuestros religiosos ademanes eran producto del Absolut Pepper con Sprite y los poppers que inhalábamos, cuando me sobraban de mis escapadas a La Casita, que estaba y sigue a unas cuadras de ese departamento hundido.
En ocasiones, la melomanía buga es escueta y asexuada.
No pienso meterme con la precisión de la lista, el orden del ranking o los artistas que fueron olvidados por la histórica publicación. Conforme avanzan mis cuarenta a medida que cumplo años, como hace dos días, ya sé que New Order entra casi por obligación de moral electrónica, que Rolling Stone es incapaz de soltar el Daydream Nation de Sonic Youth como disco insignia de la inestabilidad norteamericana, que les mama Bruce Springsteen, que meten a Lady Gaga como cuota de diversidad sexual (cosa que me choca habiendo auténticos talentos gays, como la distorsionada guitarra de Bob Mould, siempre olvidado en su faceta solista) o que Suede nunca entra porque su visceralidad británica es tan paupérrima como ajena al aparatoso sistema gringo.
En lo personal, siento rico que el primer lugar lo ocupe el soul político y altamente sexual de Marvin Gaye. Lo de Beyoncé es el colmo del marketing con causa feminista. Me divierte que por ahí se hayan colado J Balvin, porque me vale madres si el reguetón es una basura o es el nuevo punk o la venganza latinoamericana. Mientras me infecte las caderas, obligándome a embestirlas como cuando la orgía gay se hunde como el Titanic, siento que la misión ha sido cumplida. Lo que sí me entusiasma en la lista es ver a Shakira y el Dónde están los ladrones por la sencilla razón de que "Inevitable" es un pinche pedazo de canción con una letra tan culera de cotidiana que siempre termina por alcanzarnos. A los jotos me refiero. "Inevitable" es el relato de un día cualquiera en la vida de un gay después de que nos mandan a la chingada.
La lista de los 500 mejores discos de Rolling Stone no es tanto su plusvalía musical. Es el ranking del tibio momento histórico que mueven las casillas hacia arriba o abajo. Hasta los desacuerdos responden a la presión que nos gobierna vía redes sociales. Nadie se atreve a decir con las encías de frente su subjetividad frente a la industria: que les caga ver el reguetón en la lista con tal de no sufrir el linchamiento de los azadones políticamente correctos por ejemplo. Lanzar un veredicto impopular, carente de empatía, para luego largarse a escuchar ese disco en la soledad del rechazo. ¿No son para eso los discos? ¿Para volverte esclavo de las melodías que entran como droga en tu cerebro? Un adicto a los discos es un hombre arrastrado a la soledad, incluso contra su voluntad. Por coherencia no puede ser popular. Ni tan hambriento de convivencias sociales. Mucho menos aprobación. Por eso, y en ocasiones, los talleres de periodismo musical me parecen una broma dudosa. Porque nadie puede enseñarte cómo meterte una canción de Dinosaur Jr por el prepucio. Como cuando un ex novio me dijo lo que más detestaba de mí era ese momento después de venirnos, en que prefería cerrar los ojos y escuchar a Dinosaur Jr que hablar de nuestros sentimientos. Decía que me desconectaba.
Las conversaciones de la lista de la Rolling Stone, casi todas heteros, se obstruyen en aburridas descripciones carentes de pasión o coraje, pues la mentada deconstrucción estandariza y suprime las emociones. ¿Cómo se puede valorar un disco de Prince sin su evidente masculinidad tóxica feminizada hasta los tacones? ¿Recordar a Public Enemy sin la fanfarrona homofobia de Chuck D? Son estas las embarazosas confrontaciones que hacen de sus discos obras maestras que calan hondo. Y dejen huella, no precisamente por horizontes ideológicos.