A raíz de la crisis de inseguridad registrada en Tamaulipas y Nuevo León, así como en gran parte del país, las historias de terror oficiales y extraoficiales han marcado la vida de los habitantes de ambos estados, y un tema colateral es la evasión de la responsabilidad por parte de las autoridades.
A fuerza de costumbre, hemos aprendido a convivir con el miedo. En las dos entidades, el terror dejó de ser una excepción: es paisaje, es rutina, es el ruido de fondo de la vida. Entre los caminos que unen ambas geografías —y que deberían ser arterias del progreso— hoy se extiende un territorio minado por la violencia y, peor aún, por la indiferencia institucional.
El reciente secuestro de tres personas originarias de Allende, privadas de su libertad mientras viajaban hacia Reynosa, no solo es otro capítulo en la larga novela del horror que se escribe día a día en el noreste del país. Es también un espejo que refleja con claridad el desastre político y moral de nuestras autoridades.
La Vocería de Seguridad Pública de Tamaulipas asegura que el plagio ocurrió en territorio de Nuevo León; la Fiscalía de aquel estado, por su parte, se escuda en que los hechos se investigan “en coordinación”. Traducción libre: nadie quiere hacerse responsable. Lo primero que hacen, en lugar de actuar, es lavarse las manos.
Y mientras ellos discuten de qué lado del kilómetro empezó el infierno, las víctimas cuentan los minutos de su secuestro, los kilómetros de su miedo, los días que se les borran entre declaraciones frías y comunicados de prensa.
Porque sí, es gravísimo el secuestro. Pero resulta aún más preocupante que lo primero que brille no sea la justicia, sino el deslinde. La falta de coordinación entre ambos estados no solo exhibe una torpeza operativa: confirma la sospecha de que en los límites entre Tamaulipas y Nuevo León hay un territorio sin ley. Un vacío que los cárteles han llenado con su propio orden, su propio gobierno, su propia impunidad.
Y entonces las palabras del presidente de Estados Unidos, Donald Trump resuenan como un eco incómodo, imposible de ignorar:
“México está gobernado por los cárteles. Tengo un gran respeto por la Presidenta, una mujer que considero una mujer extraordinaria. Es una mujer muy valiente. Pero México está gobernado por los cárteles, y tenemos que defendernos de eso”.
Podrá disgustarnos el tono o la intención, pero ¿acaso está equivocado?
Cada vez que un gobierno estatal culpa al otro, cada vez que un crimen se pierde entre jurisdicciones, cada vez que una víctima no encuentra justicia, el mensaje se repite con brutal claridad: aquí no gobierna la ley. Aquí mandan otros.
Mientras los ciudadanos seguimos trazando rutas de supervivencia. Aprendimos a evitar ciertos tramos, a mirar los espejos con desconfianza, a encomendar el regreso a casa como si fuera una plegaria.
Tierra de nadie, la llaman. Pero no: es tierra nuestra. Solo que nos la han arrebatado poco a poco, con la complicidad silenciosa de quienes juraron protegernos.