Siempre he creído que si uno no aprendió a jugar desde la secundaria —billar, cartas, dados, maquinitas; ese ritual de recreos y días de pinta donde algunos afinaban la puntería y otros afinaban la trampa— ya no lo aprenderá nunca. Pero la modernidad ofrece otro tipo de cautiverio: los casinos.
Quizá por eso observo con cierta reserva la propuesta legislativa sobre la ludopatía en México. Porque, si bien otra vez se presume buena intención en el Congreso, también vuelve a abrirse la posibilidad de que la iniciativa no avance en la Cámara de Diputados, frenada por los millonarios intereses de casinos, casas de apuesta y sus múltiples variantes en aplicaciones.
Vivimos en un país donde la apuesta se vendió como entretenimiento, donde el Gobierno recaudó, los empresarios celebraron y el daño quedó silenciado en las familias.
Alrededor de los ecosistemas formados por el ruido de las máquinas y las luces de neón se tejen historias de quienes han perdido el dinero de la renta, de la colegiatura o de los servicios bajo la hipnosis de ganarle a la casa, algo que casi nunca sucede.
Hoy se empuja una iniciativa para reconocer la ludopatía como un problema de salud pública. Y aunque suena justa, también suena tardía. México permitió que la adicción creciera mientras todos jugaban: los casinos, los permisos sospechosos, las plataformas en línea, los paraísos digitales donde nadie pide identificación y todos prometen fortuna instantánea.
La discusión se vuelve aún más punzante cuando uno recuerda que el negocio del juego jamás ha sido territorio inocente. Ahí está el caso de Raúl Rocha, dueño del Casino Royale —la tragedia de 2011 con 52 muertos aún arde en la memoria— y luego operador de Miss Universo. Su trayectoria es una postal incómoda: la frontera entre poder político, dinero y apuestas es tan delgada que a veces parece inexistente.
La iniciativa actual busca elevar la ludopatía a “materia de salubridad general” y obligar al Estado a diagnosticar, tratar y prevenir esta adicción. Suena bien… pero también cuestiona algo mayor: ¿estarán dispuestos el gobierno morenista a tocar uno de los negocios más rentables, más oscuros y más protegidos del país?.
Porque regular no es sólo legislar; es renunciar a ingresos, romper pactos y apagar máquinas que alimentan a muchos.
Y ahí es donde siempre tiembla la voluntad política.