Vienen días de familia, descanso y celebraciones, que podamos también aprovechar para no dejar de lado nuestra responsabilidad como ciudadanos de un país donde nos ha costado mucho nuestra democracia. Treinta años de transición democrática, de trabajo, de marchas y exigencias para tener instituciones no perfectas, pero sí funcionales; que hoy se ven amenazadas por el deseo y furia del Presidente para aniquilarlas.
No es necesario profundizar o ser un experto en política pública, solo basta con ver las mañaneras, el plan A, B o C del INE, el último nombramiento de la Corte y la disminución del presupuesto para los órganos autónomos. López Obrador no cree en las instituciones, en la libertad de prensa, en el pluralismo político. Cree en él solamente y en sus incondicionales. Su famosa frase del 2006: “Al diablo con las instituciones” ha sido la columna vertebral de su Gobierno. Los contrapesos no son válidos para él, le estorban y los ha ido desapareciendo.
Lo que caracteriza a una democracia son sus instituciones que deben representar a las mayorías y minorías, y proteger la distribución de poder entre los distintos órganos. Cada institución es un muro de contención para sostener al país, cada una tiene una razón de ser, y aunque en México tienen retos presupuestales y de recursos humanos, nos ayudan a transparentar la información, a resolver conflictos, a velar por nuestros derechos y sobre todo a ser contrapeso de un presidencialismo cada vez más autoritario.
Cada día presenciamos el poder hiperpersonalizado del Presidente, que demerita la cultura política. Cómo olvidar que en las fiestas patrias solo invitó a “sus invitados” y no a los representantes de los demás Poderes, porque no son sus “amigos”. Estamos regresado a lo que tanto criticó: un régimen presidencialista de un poder absoluto. En nombre del pueblo y por los pobres se ha permitido todo, poniendo en riesgo la democracia.
Ahora las democracias mueren en manos de líderes electos democráticamente, como lo demuestran los casos de estudio del libro Cómo mueren las democracias. Lo hemos visto con Trump, Chávez y ahora con Lopéz Obrador y Bukele. ¿Qué tienen en común? Polarizan, deslegitiman, desacreditan, se saltan procesos y gobiernan según sus caprichos. No reconocen las reglas del juego si no les favorecen.
Las instituciones tienen que ser la conversación y enfoque en las siguientes elecciones. Pensar en nuestra democracia es pensar en el 2024; en la opción electoral que tendremos, gracias a lo que hemos construido con tanto esfuerzo y que hoy está en juego.