En México, tres de cada cuatro hijos de padres separados no reciben pensión alimenticia. Es un dato estadístico, pero también es un retrato íntimo: millones de niños cenando frijoles aguados, madres que calculan la renta con la habilidad de un malabarista y libretas escolares que se llenan de tachaduras porque no hay dinero para comprar otra.
Los deudores alimentarios no viven en otro planeta. Son compañeros de oficina, primos, conocidos que justifican su incumplimiento con frases ensayadas: “Ella gasta el dinero en otra cosa” o “yo no voy a mantenerla a ella”. La deuda se convierte en un castigo para la mujer y el hijo desaparece de la ecuación. La paternidad se suspende como un trámite cancelado en la ventanilla de alguna institución.
La evasión tiene muchas formas. Algunos declaran sueldos menores, otros trabajan en la informalidad, otros ponen bienes a nombre de familiares. No todos son pobres, pero todos encuentran cómo volverse invisibles para la ley. El sistema lo facilita: procesos largos, registros incompletos, sanciones que rara vez se aplican. Mientras tanto, la deuda crece en forma de mochilas vacías, refrigeradores con poco dentro, horas extra que las madres trabajan para cubrir lo que falta.
La falta de pensión no siempre se entiende como violencia, pero lo es. Golpea de manera silenciosa. Golpea en la infancia que abandona la escuela, en la adolescencia que se pone a trabajar, en la mujer que se desgasta en tres empleos. No deja moretones en la piel, pero sí marcas profundas en la vida.
El problema no es individual, es estructural. Crecimos en una cultura que repite que los hijos son de la madre. Ella se encarga, ella se sacrifica, ella puede sola. La separación parece confirmar ese destino. El padre se va y con él se va también la responsabilidad. En lugar de sancionarlo, la sociedad, y sobre todo los abogados que deciden, lo disculpa. Así, el peso se multiplica en un solo cuerpo.
Vale preguntarse qué dice de nosotros como país el hecho de que millones de padres incumplan. Dice que seguimos entendiendo la masculinidad como ausencia, como poder para decidir no estar. Dice que la paternidad se ejerce solo mientras dura la relación de pareja. Dice que la infancia puede esperar lo que los adultos no resuelven.
El valor de un país no se mide en los discursos que pronuncia ni en las medallas que presume, sino en cómo trata a quienes menos tienen. Si millones de niños crecen sin la pensión que les corresponde, el país entero se empobrece. La deuda no es solo económica. Es una deuda ética que compromete el futuro.
Tres de cada cuatro. Ese número debería sacudirnos como una alarma a media noche. No podemos normalizar que ser padre se reduzca a un gesto voluntario. La paternidad no se cancela con una ruptura. Alimentar a los hijos no es un favor, es la forma más básica de sostener la vida. ¡Me hierve el buche!