Política

La envidiosa

  • Me hierve el buche
  • La envidiosa
  • Teresa Vilis

No es una sola. Son muchas. Se parecen entre sí y se distinguen apenas por el corte de cabello, la entonación de la voz o el grado de sofisticación con que tapan la herida. La mujer envidiosa no es una villana: es una víctima disfrazada de jueza. Y su juicio siempre cae sobre otra mujer.

Puedes escucharla en una sobremesa, en los pasillos de la oficina o en el baño del restaurante. Habla con voz serena, mide sus palabras, sonríe con un profesionalismo inquietante. Pero basta con que otra mujer brille, porque habló con claridad, porque se le ve feliz, porque recibe halagos de los demás, para que se activen sus alarmas internas.

Entonces aparece el gesto mínimo: una ceja alzada, un comentario sutil, una pregunta que parece inocente, pero lleva la carga de un misil emocional. La envidiosa no dice lo que siente. Dice lo que piensa que le dará autoridad: “Es muy capaz, aunque algo impulsiva”. O: “Sí, bonita… pero inmadura”. O simplemente: “No me convence. No es tan auténtica como parece”.

Lo que no puede decir, porque no sabría cómo, es que le duele. Le duele que otra se haya permitido ser libre. Le duele la alegría ajena porque le recuerda su propia resignación. Le duele ver que alguien se atreve donde ella solo imaginó.

La envidiosa no odia a la otra. Odia en ella lo que no se atrevió a desear: la libertad, la risa sin miedo, el cuerpo despreocupado, la palabra sin filtro, el atrevimiento, el soltar las reglas, el dejar atrás los mandatos sociales. Odia lo que esa mujer representa: una versión de sí misma que no fue. Cree que nadie se da cuenta de su fragilidad. Lo cierto es que entre más se esfuerza por esconderla, más se ve quién es. Da pena.

Por eso, la mujer envidiosa no solo hiere: contagia. Multiplica el juicio, reproduce el silencio, instala la sospecha. En lugar de tejer redes, corta hilos. En lugar de inspirar, desconfía. Y lo peor: todo esto lo hace creyendo que tiene razón. Que es objetiva. Que solo dice lo que piensa. Como si sus pensamientos no estuvieran también atravesados por su propio miedo. 

Y sí, a veces esa mujer también somos nosotras. Porque crecimos entre espejos, comparaciones y aplausos dosificados. Porque nos enseñaron a desconfiar de las otras y a competir en lugar de colaborar. Porque nadie nos dijo que desear con libertad no era pecado.

La envidia, en el cuerpo de una mujer, no es señal de maldad, sino de hambre emocional. De frustración histórica. De vidas vividas a medias por miedo al qué dirán.

No basta con señalarla. Hay que comprenderla. Desenredarla. Convertirla en algo distinto. Porque si no, la envidiosa seguirá allí, en cada conversación, en cada mirada, en cada aplauso a medias. Saboteando lo que más necesita: una red de mujeres donde ya no haga falta fingir que no duele.

Vive desperdiciando su inteligencia, maquinando cómo destruir a las otras. Y eso, a estas alturas de la vida, en pleno 2025, apenas se puede creer. Me hierve el buche... 


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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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