Estoy leyendo un libro de cuentos que me aburre de una manera intensa, angustiante, y no puedo soltarlo, decidir tal como haría con cualquier libro que me provoca tedio, “ya no lo seguiré leyendo” y esconderlo en el rincón de alguna repisa, detrás de algún mueble remoto en la sala, fingir que no sé dónde lo puse y pasar a otro tema, olvidar mi derrota, no echármela en cara, pues el autor goza de enorme prestigio, es de culto, lo cual resulta aún peor, pues eso lo coloca en uno de los nichos más privilegiados de la literatura: el de los escritores dispuestos a sacrificar la mera legibilidad por un estilo que complica su relación con los lectores. Confían, supongo, en que en un futuro más civilizado ese estilo coincidirá con las expectativas y capacidades de un público nuevo, de punta, y dejará de interpretarse como un artificio, una serie de muletillas o trucos, una limitación, una forma de soberbia: se entenderán las obsesiones, las repeticiones, las incongruencias de tiempo y de lugar, las cadenas metafóricas, la retahíla de frases brillantes, demasiado breves, largas o discontinuas; características que llegan a emocionarme en la poesía, quizás en los ensayos, pero me son trabajosas, casi inadmisibles en la narrativa.
Debo aclarar que aburrimiento no es la palabra precisa, sino distracción concentrada: me fijo en cada detalle de las tramas como si fueran pistas que me permitirán salirme de las historias lo más pronto posible: sus espacios cerrados, prisiones, cuartos sin puertas o ventanas, si bien no literalmente. Por ejemplo, en uno de los cuentos, un personaje sin nombre se dedica a observar “las cosas que ocurren en el cielo” y durante días y noches se recuesta en una cobija en un lote cerca de su casa. El objetivo es anotar en un cuaderno los fenómenos celestiales más frecuentes. No explica la razón y nunca sucede nada. Menciona que, en algún momento, pondrá en orden sus listas y establecerá una lista de las listas. En otro cuento hay cuatro personajes en la calle: un cerrajero, Sergio, una administradora de bienes raíces, Carmen, una portera, Adriana, y una inquilina, Julia. Todos se mienten entre sí en torno a tres hechos: la reja rota, la bicicleta robada y el gato muerto que se presentan al inicio en negritas y con mayúsculas. Las mentiras crean un laberinto. “La verdad está adentro”, nos avisa el narrador omnisciente. “Descúbrala usted…” La lectura se termina pareciendo a una tarea difícil, un rompecabezas de pedazos inconexos.
La prosa del autor es impecable: compleja, aunque con un ritmo acorde siempre con lo que va contando. ¿Será eso lo que me tiene enganchada? ¿Que no quiero alejarme de la atmósfera visual y sonora de ese lenguaje porque el mundo del mío es pobre en comparación? Pienso en una plática reciente en la que un amigo escritor muy renombrado dijo que ya estaba harto de “la tiranía de las páginas perfectas” que produce cautela, miedo y al cabo esterilidad. “Salga como salga, avancemos”. ¿Hacia dónde?