Nunca olvidaré el 29 de enero de 2010: quedó guardado en la mente de las familias de policías que enfrentaron una pérdida. Yo pertenecía a un grupo de operaciones de élite de la Policía de la Federación, destacado por sus hazañas y actos de servicio.
Un día antes nos asignaron a Michoacán. Llegamos a Uruapan en apoyo al operativo para detener al líder criminal. Nos esperaba un importante número de compañeros que también participarían en el operativo, que no se materializó en esa ocasión.
Lo más conveniente era regresar enseguida a Ciudad de México, pero comenzaba a atardecer y solo había una aeronave nocturna. Se decidió que algunos mandos volarían y que la mayoría tomaríamos camino de vuelta vía terrestre el siguiente día.
No todos contaban con armamento y se decidió que el personal sin arma viajara en la cabina. Al llegar a una curva, cerca de Maravatío, comenzó un ataque armado en nuestra contra desde un montículo de tierra y un puente. Los disparos fueron tan precisos que le dieron a nuestro conductor, quien perdió el control del vehículo, que viajaba a 140 kilómetros por hora.
Golpeamos el muro de contención y la unidad recorrió varios metros, mientras la agresión seguía. Uno de mis compañeros se puso de pie para repeler el ataque que nos superaba en número de personas y armas. Tristemente lo vi caer ante mis ojos.
Caí de la unidad y quedé inconsciente durante eternos minutos. Al recuperar el sentido, no sabía dónde estaba y lo que había pasado; solo veía una gran nube de polvo, escuchaba disparos y gritos. Intenté ponerme de pie, pero estaba aturdido. Alguien gritó “granada” y me di cuenta que la habían arrojado cerca de mí. La vi caer en cámara lenta, rodar y pensar que era mi momento.
Cuando estalló, sentí que su fuerza invisible me aventó, mientras las esquirlas me rozaban. Nunca sabré cómo me levanté y ubiqué nuestro vehículo, que estaba muy dañado. Al no ver rastros de mis compañeros, fui a la parte frontal, donde había un compañero parapetado, quien tampoco sabía dónde estaba el resto del equipo.
Las ráfagas eran cada vez más fuertes. Cruzamos al otro lado de la autopista y encontramos un alambrado de púas que intentamos cruzar, pero entre las balas y mi aturdimiento, quedé atrapado. Mi compañero me alentaba a que intentara liberarme, le pedí que se fuera, por su familia, porque yo ya no tenía posibilidad. Alcancé a ver a lo lejos que los delincuentes festejaban “su hazaña” con tiros al aire; disparaban contra nuestra unidad solo por diversión.
De pronto escuché el aliento agitado de mi compañero, quien había regresado.“Si hemos de morir, moriremos luchando”, me dijo y me ayudó a zafarme del alambre. Fueron los 60 minutos más intensos de mi vida. Los delincuentes huyeron y para cuando llegó el apoyo, varios compañeros habían perdido la vida, otros estaban heridos.
Colaboración del Suboficial Pérez Sánchez.