Luego de publicarse la reforma político-electoral en el Diario Oficial de la Federación (DOF) y entrar en vigor, con excepción de los estados de Coahuila y Estado de México que están en proceso electoral, se abrió el frente para la defensa del sistema político-electoral construido durante los pasados 30 años en México con recursos presentados ante el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) y la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), quienes tendrán que resolver, deseablemente, con prioridad el tema, o de lo contrario, más allá de las implicaciones, se abonará a la incertidumbre insana y la polarización destructiva de la convivencia social en México.
México ha construido un sistema político-electoral, que si bien parte y tienen su sustento en que la soberanía reside originalmente en el pueblo, en la práctica descansa en la mediación de un sistema de partidos políticos que han centralizado y monopolizado la representación soberana, el acceso y el ejercicio del poder público.
Así, los vaivenes, problemas, perversiones y crisis de los partidos políticos han incidido sobre el sistema político-electoral. De ahí que la desconfianza que caracteriza a los partidos políticos se haya trasladado al sistema político-electoral.
Pero aún más, si los partidos-políticos que monopolizan la representación soberana en el Poder Legislativo son quienes definen las reglas del juego para el acceso, ejercicio y permanencia al poder público, y entre ellos la lucha por lo anterior se realiza a base de la sospecha y la desconfianza, las reglas del juego están impregnadas de lo mismo. A lo anterior, no hay que perder de vista, están los años de construcción sofisticada de mañanas y prácticas que manipulaban y anulaban la voluntad popular (voto).
Con ello, y otros elementos de nuestra realidad mexicana, se desarrolló un sistema político-electoral basado en la desconfianza dando como resultado un sistema abigarrado, sobre regulado y costoso humana y económicamente. La desconfianza siempre resulta más costosa.
El llamado Plan B de reforma político-electoral que ahora está en el terreno del Poder Judicial surgió, en parte, o mejor dicho, bajo la narrativa de ser un sistema costoso que habría que enfrentar por principios de austeridad.
Eso resultó un éxito narrativo y mediático. La simplificación y banalización de lo complejo siempre es efectivo en toda estrategia propagandística para incorporar en las conciencias colectivas un elemento aglutinador y de cohesión. Sin embargo, más temprano que tarde, los hechos y la realidad se impondrán frente a la narrativa-interpretativa intencionada.
La reforma hecha con el Plan B, se ha dicho y evidenciado reiteradamente, surgió y se impuso desde quienes están y ejercen el poder público; no fue producto de un consenso entre todos los actores, más aún, ella no surgió como reclamo social-ciudadano verificable; nació de una narrativa que embonó con reclamos sociales que bien pueden aplicarse en todo ejercicio de lo público. Una reforma sobre las reglas para el acceso al poder público que se concibe y realiza excluyendo al otro, al adversario político, está condenada a generar conflicto. Por ahora, de entrada siembra y anticipa un alto grado de conflictividad político-social indeseable en un contexto de profunda crisis de seguridad pública y polarización social.
Para complicar más el escenario, el debate sobre la reforma político-electoral, desde la propuesta constitucional hasta el Plan B, llevó a la trampa de la polarización a todas las partes con un no-diálogo mortal a la democracia, abonando más a la desconfianza entre las partes.
Me llama la atención que en lo registrado desde mediados del año pasado en que se presentó la iniciativa de reforma constitucional en materia político-electoral hasta la consumación del Plan B con reformas a leyes electorales secundarias, no hayan figurado las ciudadanas y ciudadanos que en el terreno son quienes materializan el ejercicio democrático representativo (procesos electores): quienes han sido funcionarios de casilla, capacitadores y supervisores electorales, integrantes de los consejos estatales, distritales, municipales que en cada proceso electoral son el “músculo” de nuestro sistema político-electoral, del modelo democrático, y que opera a partir de la “estructura ósea” que ahora se desmantela.
Pero esta historia aún no llega a su desenlace. Se ha pasado por momentos de intensidad expectante en las cámaras del Congreso de la Unión, en la publicación y entrada en vigor del Plan B, y ahora, estamos en la fase crucial: la definición que tome, republicana, el Poder Judicial de la federación. Una veta de esperanza para recuperar la confianza, fundamental, está en Poder Judicial; pues sin confianza, no hay democracia.
Rubén Alonso
Twitter: @jrubenalonsog