El poder es un tanto extraño porque tiene, muchas veces, un componente autodestructivo. Miren ustedes, para mayores señas, el estrepitoso desplome del PRI.
Lo hubieran calificado de iluso (siendo muy benevolentes) a quien, consultando en 1980 su bola de cristal, hubiera pronosticado que la avasalladora maquinaria del antiguo oficialismo se convertiría en una agrupación prácticamente testimonial.
Naturalmente, hay un factor en la ecuación que explica, en parte, la debacle del instituto político: el PRI no fue jamás un partido totalitario. Ejerció sus potestades de manera autoritaria a lo largo de décadas enteras, es cierto, pero se fue transformando, poco a poco, en un organismo más moderno y tan democrático, en los hechos, que terminó transmitiéndole el mando de manera totalmente pacífica y ordenada a la oposición.
A quienes les parezca exagerada esta última aseveración les podríamos solicitar, de la manera más atenta, que nos digan la fecha en que el régimen castrista se retiró graciosamente del escenario para cederle el terreno a otra facción. Y, así como pinta el panorama en la muy sufrida Venezuela, aventuremos, por la simple querencia a imaginar que las cosas no van tan mal en este mundo, que las elecciones del domingo no van a certificar la naturaleza pavorosamente irreversible de las dictaduras comunistas. Esperemos, justamente, que acontezca un milagro.
Volviendo al tema del PRI, el desgaste del partido no parecía nada evidente hasta hace muy poco tiempo: Enrique Peña ganó la carrera presidencial en 2012, ni más ni menos, pero lo que parecía una restauración del orden anterior se volvió —alimentado de arrogancia, frivolidad, indecencia y falta de miras— un salto al vacío. Ahí, los mandamases priistas se desconectaron inclusive de sus bases tradicionales. Estamos hablando de un colosal desperdicio y lo más curioso es que a los propios perpetradores de la calamidad no pareció importarles demasiado que el sol se estuviera ocultando en su horizonte.
Lo de ahora, la administración de las cenizas por un sujeto que llevará por siempre el infamante sello de ser el enterrador del instituto (sin atender, encima, las señales de alarma), es otra comprobación, una más, de que el poder —ensimismado y acaparador— es inmune a los llamados de la razón, de la mesura y, sobre todo, de la virtud.