El terruño es el espacio entrañable de las personas, el rincón donde se guardan los recuerdos y las nostalgias, el dominio de la identidad y el hogar siempre añorado. No habitamos por siempre los territorios de la infancia porque la vida nos va llevando a diferentes horizontes y nosotros mismos elegimos, las más de las veces, otros destinos. Pero esos orígenes se quedan dentro de nosotros, anidados en el corazón y como el gran pilar de nuestra persona.
En los tiempos de los tiranos y los reyes todopoderosos el destierro era un despiadado castigo. Hoy mismo, el infame caudillo de Nicaragua —se ha instaurado en esa infortunada nación una dictadura más funesta todavía que la de Anastasio Somoza— se deshace de sus opositores, previo decomiso de todos sus bienes y propiedades, expulsándolos de la tierra que los
vio nacer.
Pues bien, dejar el suelo natal ya no es una adversidad: se ha vuelto, en estos tiempos de migraciones masivas, una suerte de premio, tanto así que millones de personas afincadas en los países de adopción se sienten violentadas cuando los gobernantes locales proceden a… ¡enviarlas de vuelta a su entrañable hogar!
Vaya paradoja, si lo piensas. Lo que fue una muy dura experiencia, la expatriación, no se remedia ni se mitiga con el retorno impuesto por las autoridades —no es una reparación ni una piadosa medida— sino todo lo contrario: que te envíen de regreso a casa es una punición violatoria de los derechos humanos.
Sabemos, desde luego, cómo son las cosas en realidad: la emigración ha sido, para esos millones de individuos, una especie de último recurso y la única puerta que se les ha abierto en el horizonte de su desesperación. El inefable Donald Trump lo puso en los crudos términos que adornan su prosa: es gente que proviene de shithole countries, ni más ni menos, y en esa condición la cuna ya no es un paraíso perdido sino un auténtico infierno terrenal.
El retorno a ese abismo de miseria, corrupción e injusticia tiene entonces las propiedades de una cruel condena. Es en los hechos, un despojo: el expulsado pierde todo, el reloj contador de su vida vuelve al punto de partida, al oprimente vacío de la desesperanza y la cancelación de todas las oportunidades.
Pero, justamente, el gran problema es la existencia misma de parecidas realidades. En principio, no habría razón alguna para que los pobladores del planeta, todos ellos, no pudieren quedarse en sus tierras de origen y disfrutar ahí de felices existencias. En los siglos pasados, irlandeses, alemanes e italianos, entre tantas otras nacionalidades, emigraron al Nuevo Mundo para vivir en mejores condiciones. Hoy, sus países han arreglado las cosas y quienes buscan un futuro más promisorio, en los Estados Unidos, son ciudadanos de Venezuela, Haití, Nicaragua, Cuba y… México.
Es una colosal vergüenza nacional, que no seamos la generosa tierra a la que quieran volver sus hijos….