El chaqueteo de nuestros politicastros —todos fueron priistas en su momento y, según estuvieren soplando los vientos, se volvieron de “izquierdas” o se arrejuntaron con la “derecha”— pareciera validar el concepto de que ya no hay “ideologías”. Y, pues sí, el oportuno cambio de camiseta implica el correspondiente cambalache de principios. Los conversos, sin embargo, no se vuelven fervientes seguidores del credo de turno —el socialismo, el “neoliberalismo”, el conservadurismo o lo que fuere— sino que se adaptan simplemente a un nuevo hábitat. Serían, en este sentido, unos auténticos supervivientes y, desde el punto de vista estrictamente biológico, dignísimos representantes de la especie dominante de este planeta.
Esta ejemplar capacidad de adaptación, con todo, entraña la correspondiente flexibilidad en el apartado ideológico: lo que antes hubiera parecido un dogma inamovible se vuelve, por la fuerza de las circunstancias y los imperativos de la conveniencia, materia negociable; las doctrinas de siempre se intercambian alegremente por los libros sagrados de la cofradía de adopción; y, finalmente, los posibles conflictos de lealtad se tramitan los domingos con el confesor o, en días laborables, en el diván del psicoanalista.
Ahora bien, la inevitable convergencia de creencias republicanas que resulta del mimetismo de nuestros hombres públicos no necesariamente lleva al cacareado “fin de las ideologías” sino a un escenario mucho más pedestre, a saber, la paralela confluencia de unos y otros en un mismo propósito: saborear las mieles del poder. A eso, a estar al mando, se reduce todo. Lo que importa es el cargo, la poltrona en el Congreso o la candidatura generosamente otorgada por el supremo dirigente.
Una vez aupados en sus tronos los aspirantes bendecidos, uno pudiere suponer que todos gobernarán igual, puesto que ya no hay ideologías. Precisamente eso es lo que denuncian los detractores de nuestro anterior régimen político: amalgamados los tricolores y los blanquiazules en una masa amorfa bautizada como PRIAN, hubieren respondido colectivamente a los mandatos del maligno “neoliberalismo” y sanseacabó. Pero, miren ustedes, esta apreciación de las cosas choca frontalmente con la realidad que estamos viviendo: los administradores de la 4T han instaurado un modelo totalmente diferente (más allá de que hayan resucitado, en los hechos, al PRI cavernario). No son neoliberales, para empezar (o pretenden no serlo, porque algunas de las políticas públicas que han implementado parecen haber sido dictadas por Margaret Thatcher). No simpatizan con Piñera, el de Chile, sino con Maduro, el de Venezuela. El populismo que practican es de recetario pero, caramba, dista mucho de la doctrina capitalista. Y, oigan, ese mentado “neoliberalismo” que tanto rechazan, ¿no es, después de todo, una ideología?
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