Estamos en manos de una agrupación partidista que no sólo tendrá plenas facultades para implementar las políticas públicas que le vengan en gana —así de arbitrarias y lesivas para los intereses generales como puedan ser— sino que, una vez que el actual aparato de justicia sea desmantelado para ponerlo a modo del oficialismo reinante, podrá también perseguir y condenar.
¿A quién? No a sus correligionarios, desde luego, beneficiarios, como hemos visto, de la más descarada permisividad. Los que estarán en la mira serán los críticos, los disidentes y todos aquellos que no se hayan sumado dócilmente a la gran causa de la pretendida “transformación”. Unos y otros se encontrarán en una estremecedora situación de indefensión jurídica.
De eso va el tema, señoras y señores: hoy, los recursos de amparo para garantizar los derechos de una persona que afronta los abusos de la autoridad —un simple contribuyente al que el temible SAT le esté exigiendo pagos exorbitantes; un empresario acusado injustamente de incumplimientos; o, digamos, cualquier sujeto acosado por la maquinaria judicial a pesar de su inocencia— son otorgados por jueces independientes y cualificados.
Pues bien, imaginen ustedes lo que será un aparato judicial poblado por jueces gobiernistas (eso, y no otra cosa, es lo que serán) dedicados a resguardar, antes que nada, los intereses de la casta en el poder pretextando, encima, que lo hacen en nombre del “pueblo”.
Ese tal pueblo ya votó, es cierto, pero no depositó su papeleta en las urnas para tener algo así.
Por si fuera poco, la voluntad popular no ha sido respetada: el 45 por ciento del porcentaje de sufragios que corresponde a la oposición, ha sido reducido, sirviéndose de una muy extraña aritmética, a 25 puntos porcentuales. Y, con ello, le ha sido otorgada, al actual régimen, una mayoría declaradamente espuria bajo cualquier criterio mínimamente democrático.
No termina ahí la cosa: esa referida mayoría cuenta ahora con la facultad de modificar a su antojo la Constitución —pasando por encima de los millones y millones de mexicanos que no le otorgaron ni lejanamente las facultades para hacerlo— e instaurar un sistema del que no hay vuelta atrás, un modelo irreversible en los hechos, en tanto que sus adalides están emprendiendo acciones para tener en sus manos la estructura que organiza las elecciones.
Estamos hablando de una brutal regresión de lo público en México. Décadas enteras de luchas ciudadanas dirigidas a abrir espacios y conquistar libertades están siendo sacrificadas para servir los apetitos de la más suprema e implacable de las deidades, a saber, el dios del Poder.
Un poder, gestionado por los adoradores y corifeos del líder máximo, que no le otorga legitimidad alguna a la oposición, que no admite la disidencia, que desconoce la importancia de los mercados, que rechaza la modernidad y que, dueño absoluto de la nación, esperemos que no intentará acallar las pocas voces críticas que puedan todavía resonar en nuestros espacios.